La congestión vehicular es un fenómeno recurrente en las ciudades más grandes del mundo. En el Perú, Lima y Arequipa son las más afectadas, aunque también se presenta en otras partes.
Este problema afecta tanto a los pasajeros como a la carga de productos comerciales y sus costos incluyen el desperdicio de horas trabajadas, pérdida de tiempo de descanso, pérdida de transacciones comerciales, mayor gasto en combustible, contaminación ambiental, deterioro en la salud, accidentes. Todo ello afecta negativamente la productividad y la competitividad del país.
Hace seis años, se calculó que el costo anual de este problema era de mil millones de dólares, solo en la ciudad de Lima. Estimaciones más recientes arrojan cifras de por lo menos ocho mil millones de dólares, es decir, el 4% del PBI.
Tradicionalmente, se ha intentado resolver este problema de tres formas: aumentando la infraestructura vial, expandiendo el transporte público y mejorando la gestión del transporte. Esto último incluye la semaforización y los sistemas de información, como Google Maps y Waze. Todas estas medidas son importantes, necesarias e ineludibles, pero en ninguna ciudad del mundo han logrado contener el caos vehicular en forma permanente.
El problema de la congestión surge porque la gente decide demandar transporte tomando en cuenta sus costos individuales y no su contribución al aumento del tráfico. Es decir, para decidir si usar su automóvil o no, cada persona evalúa sus propios beneficios y costos, pero el costo del tráfico lo toma como dado y no considera que su uso de la red vial empeora un poco la aglomeración vehicular.
En un mercado con exceso de demanda, el recurso escaso, en este caso el espacio necesario en las pistas para que pasen los vehículos, tendría que ser asignado de alguna forma. En la actualidad, el racionamiento se da por colas o tiempo de espera. Aquí es cuando surgen las congestiones.
La solución, por lo tanto, es acercar los costos individuales a los sociales y esto se logra mediante un sistema de tarifas de congestión, que consiste en cobrar por el uso de las redes de transporte, especialmente cuando la congestión sea mayor. Basta que la tarifa sea pequeña, pero que reduzca el tráfico al nivel de la capacidad real de la red, para que la congestión desaparezca.
Así, solo usarán automóviles a quienes les resulte rentable. Se consideraría no únicamente los costos individuales, sino también los costos que su contribución al tráfico generan a la sociedad. Así, se conseguiría una asignación socialmente óptima del uso de la red de transporte.
Las tarifas de congestión aparecieron en la década de 1970 en Singapur. Tras cuatro décadas, recién están ganando aceptación en el mundo. Su lenta adopción se debe a que son políticamente difíciles de implementar.
La gente piensa que es un nuevo impuesto y se opone a pagar por algo que solía ser gratis. Sin embargo, la experiencia internacional muestra que, de ser radicalmente opuesto a esta medida, el público se vuelve un ferviente partidario tras percibir sus beneficios y haber intentado sin éxito todo lo demás.