Reconstrucción
Reconstrucción

Poco después de que el huracán Katrina devastara Nueva Orleans en el 2005, el economista norteamericano Edward Glaeser publicó un artículo en “The Economists’ Voice” titulado “¿Debería el gobierno reconstruir Nueva Orleans o simplemente entregarle cheques a sus residentes?”. La respuesta del autor fue inequívoca: en lugar de invertir US$200 mil millones en la de una ciudad en pleno declive económico –ubicada, además, en una zona de alto riesgo– lo lógico sería reconstruir lo mínimo indispensable y entregarle un cheque a cada residente para que este decida dónde y cómo reubicarse. El Estado no debía utilizar los recursos de sus contribuyentes para rehabilitar (o, en efecto, asegurar) lugares condenados a una obsolescencia económica. Debía más bien emplearlos para incentivar la movilidad socioeconómica de sus ciudadanos.

Pese a la impracticabilidad (y poca popularidad) de la propuesta de Glaeser, lo que el artículo trajo a colación fue un debate aplicable, en menor o mayor medida, a cualquier proyecto de reconstrucción pos-desastre. ¿Debemos enfocarnos en personas o en lugares? La respuesta, sin duda, es menos binaria que la pregunta: hay que pensar en ambos.

El problema surge cuando el lugar está sujeto a un alto riesgo de desastre no mitigable (como, por ejemplo, la ladera de un cerro arenoso o la ribera de un río). Pero también surge cuando ignoramos que un lugar, como espacio habitado, usualmente implica un tejido social –lo que los científicos sociales llaman capital social– que es crítico a la hora de reubicar a un grupo de damnificados (léase: personas). Sin dicho tejido, una urbanización es solo un conjunto de viviendas carentes del sostén social y económico que supone una comunidad.

En el marco de la reconstrucción nacional, las preguntas son: ¿Cómo podemos reconstruir nuestras ciudades sin desmantelar nuestras comunidades en el proceso? ¿Y cómo desincentivar –no solo prohibir– la reocupación de zonas de alto riesgo?

Primero pensemos en las causas antrópicas del desastre. Los programas de titulación lanzados en la década de 1990, a pesar de su éxito nominal (medido en cantidad de títulos emitidos), no hicieron nada para asegurar la habitabilidad de los terrenos que titulaban. Así, con la liberalización del suelo urbano y el debilitamiento de los gobiernos locales, se abrió paso al tráfico de terrenos y al clientelismo municipal que abiertamente aprobaba, cuando no incentivaba, la ocupación de zonas de alto riesgo a cambio de votos.

Al crear un sistema que tenía como objetivo único la propiedad individual (no la vivienda ni el espacio común), lo que se produjo finalmente fue un crecimiento precario y fragmentado –apoyado en la figura del asentamiento humano (AA.HH.)– que hizo aun más improbable que las autoridades municipales pudieran responder a todas las necesidades que exigían sus vecinos (incluyendo la mitigación de riesgos). Y esto por la sencilla razón de que negociar con cientos de AA.HH., cada uno con demandas específicas y aisladas, hacía imposible pensar o financiar obras de cierta escala o ambición urbanística (es decir, obras que pudieran hacer ciudad).

Quizás la palabra ‘damnificados’, entonces, resulta indigesta porque, además de victimizar a nuestros ciudadanos, formula una falsa colectividad, cuando muchos de nuestros problemas se originan precisamente por haber priorizado los intereses individuales sobre los comunitarios en el desarrollo de nuestras ciudades. En menos de tres meses contaremos con un plan de reconstrucción. Quizás no esté de más decir lo obvio: a la par de la reconstrucción material y el desarrollo de nuevas urbanizaciones, debemos cambiar nuestro sistema de titulación de propiedades para evitar que el desastre, que somos nosotros (dixit Nieto), se siga repitiendo.