Es indudable que haber desarrollado vacunas contra el COVID‑19 en menos de un año fue un logro importante. Pero el despliegue ha sido muy deficiente.
Es evidente que crear vacunas seguras y eficaces no es lo mismo que crear programas de vacunación equitativos. En Estados Unidos, agencias de innovación orientadas a objetivos tuvieron un papel fundamental en las primeras etapas de desarrollo de las vacunas avanzadas de ARNm. Pero ¿está el objetivo tecnológico vinculado con el objetivo sanitario de ofrecer una “vacuna para la gente”?
El gobierno de Joe Biden tendrá que mantener presente esta distinción mientras intenta “reconstruir mejor” y fortalecer la financiación destinada a ciencia y tecnología. El despliegue de las vacunas en Estados Unidos (y aun más en Europa) muestra que así como es importante definir bien los detalles de los acuerdos de asociación público‑privados, también es importante fijarse desde el principio un objetivo general ambicioso.
En mi nuevo libro, “Economía orientada a misiones”, sostengo que el programa de la NASA para llegar a la Luna sigue ofreciendo enseñanzas respecto de cómo catalizar y dirigir una relación eficaz entre el sector público y el privado. Con un costo para los contribuyentes equivalente a 283.000 millones de dólares de la actualidad, el Programa Apolo estimuló la innovación en múltiples sectores y al mismo tiempo fortaleció las capacidades del sector público.
La NASA pagó cientos de millones de dólares a empresas como General Motors, Pratt & Whitney y Honeywell para que inventaran los nuevos sistemas de combustible, propulsión y estabilización de los legendarios cohetes Saturno V. Luego, estas tecnologías desarrolladas con la financiación pública generaron numerosos productos derivados que seguimos usando.
El quid de la cuestión es que la NASA se aseguró de que el Gobierno obtuviera un trato justo, mediante contratos “a precio fijo” que obligaban a las empresas a operar en forma eficiente y daban incentivos para la mejora continua de la calidad. Y los contratos contenían cláusulas contra ganancias excesivas, para que la motivación de la carrera espacial fuera la curiosidad científica en vez de la codicia o la especulación.
Además, la NASA evitó una dependencia excesiva del sector privado. Externalizar las funciones de gobernanza la hubiera puesto a merced de que aquel impusiera sus criterios en los procesos de compra. Pero como la NASA ya tenía experiencia interna, sabía tanto de tecnología como los contratistas y estaba bien preparada para negociar.
Fortaleciendo las capacidades del sector público y fijando objetivos claros para las alianzas público‑privadas, el gobierno de Biden puede estimular el crecimiento y colaborar en la lucha contra algunos de los mayores desafíos de nuestra era.
Estos problemas son mucho más complejos y multidimensionales que poner a un hombre en la Luna. Pero demandan lo mismo: una gobernanza estratégica eficaz del espacio en el que la financiación pública se encuentra con la industria privada.
Basta pensar en los 40.000 millones de dólares que el gobierno de los Estados Unidos invierte cada año en los Institutos Nacionales de la Salud (NIH). Los NIH apoyaron con más de diez años de investigación financiada por los contribuyentes el desarrollo del sofosbuvir, un medicamento contra la hepatitis C. Pero luego la biotecnológica privada Gilead Sciences adquirió la droga y fijó el precio de un tratamiento de doce semanas en 84.000 dólares. Asimismo, se calcula que uno de los primeros tratamientos antivirales contra la COVID‑19, el remdesivir, recibió unos 70,5 millones de dólares de financiación pública entre el 2002 y el 2020. Hoy Gilead cobra 3.120 dólares por las dosis para cinco días.
Esto habla de una relación parasitaria en vez de simbiótica. Los NIH tienen que esforzarse más en asegurar precios y acceso justos a las innovaciones que financian, en vez de restarse atribuciones.
En el caso de la pandemia, varios gobiernos destinaron 8.500 millones de dólares al desarrollo de vacunas que hoy fabrican y venden empresas estadounidenses como Johnson & Johnson, Pfizer, Novavax y Moderna. Hoy la pregunta es si el conocimiento científico y práctico en relación con las vacunas se compartirá con tantos países como sea posible para poner fin a la pandemia.
En lo referido a preparar la era pospandemia, la promesa de Biden de “reconstruir mejor” implica más que un regreso a la normalidad. Pero para reformular mejor la economía es necesario no solo un cambio de mentalidad sino también un nuevo contrato social que promueva la creación de valor por sobre la extracción de ganancias; que socialice las recompensas así como los riesgos.
La ley estadounidense CARES impuso a las empresas que recibieran ayuda del gobierno la condición de mantener empleos, pero el nuevo Plan de Rescate de Estados Unidos por 1,9 billones de dólares y el propuesto Plan de Empleo Estadounidense tienen que ir más lejos. Deben asegurar que la inversión del sector público vaya acompañada de una transformación de la relación entre el Estado y el sector privado.
El gobierno de Biden tiene por delante la tarea de aportar liderazgo a las misiones que definirán las décadas futuras, empezando por el combate al cambio climático. En 1962 el presidente John F. Kennedy dijo que Estados Unidos se ponía el objetivo de ir a la Luna no porque fuera fácil, sino porque era difícil. Hoy, esa clase de liderazgo visionario no es una opción, es una necesidad.
–Glosado y editado–
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