Comencemos con una constatación: ningún evento conmovió los cimientos del orden colonial hispanoamericano como lo hicieron los masivos levantamientos tupamaristas. Entre 1780 y 1782, se organizaron verdaderos ejércitos insurgentes desde el Cuzco hasta el norte de lo que hoy es Chile y Argentina. Algunas de las ciudades más antiguas y populosas de la región –Cuzco, La Paz, Chuquisaca, Oruro, Puno– fueron sitiadas u ocupadas. Vastas áreas rurales quedaron bajo control de las fuerzas rebeldes. Eran territorios habitados mayoritariamente por comunidades de habla quechua y aimara, el núcleo duro del alzamiento. Como en todo movimiento revolucionario de envergadura, surgirían figuras carismáticas –Túpac Amaru II en la sierra sur peruana, Túpac Katari en el altiplano paceño, Tomás Katari en Charcas– cuyos nombres resonarían a lo largo del continente. Detrás de estos hechos, se advierten los contornos de una idea, suficientemente difusa y maleable para albergar expectativas muy diversas y en ocasiones contradictorias entre sí, pero cuyo mensaje esencial era ineludible: restituir el gobierno a los antiguos dueños de la tierra.
“Malinterpretar su propia historia es parte de ser una nación”, afirma el filósofo francés Ernest Renan. Los sucesos de 1780, el más formidable proyecto emancipatorio de los pueblos originarios de América Latina, no fueron la excepción. En los primeros años de las repúblicas andinas estos hechos quedaron sumidos en el olvido o reducidos a un episodio aislado del ocaso de la sociedad colonial. Después de todo, ¿cómo se podía conciliar las numerosas matanzas en el interior de iglesias rurales, o el devastador sitio de La Paz, con la marcha hacia el progreso y la adopción de modelos sociales europeos? ¿Cómo conjugar la sujeción de los indígenas a los nuevos gobernantes con las grandes aspiraciones monárquicas de Túpac Amaru y sus seguidores? Si bien la civilización incaica apareció en ocasiones integrada al árbol genealógico de la nación, la revolución tupamarista era demasiado revulsiva (y cercana) como para ser domesticada, despojada de sus inquietantes connotaciones étnicas, procesada en la memoria colectiva de los países recién nacidos.
Habrá que esperar más de un siglo para que 1780 pasara de ser una fecha en la historia de la barbarie a una fecha en la historia de la nación. Para mediados del siglo XX, al calor de vigorosos movimientos populares, la prédica de intelectuales indigenistas y marxistas de variada inspiración y el ascenso de gobiernos como los del general Juan Velasco Alvarado comenzaron a gestar una nueva narrativa. Túpac Amaru aparecía ahora como la encarnación de la resistencia de todos los americanos ante la opresión colonial. Su figura adquirió las dimensiones de un prócer; su causa, la de una gesta nacional. Las primeras investigaciones profesionales del suceso (de Boleslao Lewin o Daniel Valcárcel) dotaron ese relato fundacional de credenciales científicas. Convertido en estatua, Túpac Amaru había encontrado por fin su sitial en el panteón de la patria. El Estado lo decía; los historiadores lo decían también.
En cuanto a los historiadores, sin embargo, la vida útil de esa reinterpretación resultó efímera. A partir de los 80, una visión muy diferente fue tomando forma. No hay duda de que, en sus pronunciamientos formales, Túpac Amaru apelaba a nociones de patriotismo, y que determinados sectores hispánicos locales pudieron, al principio, favorecer o participar en la insurrección. Pero muy pronto se tornaría evidente que, más allá de sus declaraciones, los antagonismos sociales desencadenados por el levantamiento eran inadmisibles para españoles y criollos. El anticolonialismo de las masas indígenas y de la vasta mayoría de sus dirigentes no era geopolítico sino étnico-cultural. Tenía, asimismo, un fuerte componente de clase: a sus ojos, la distinción entre hacendados, mineros, curas o corregidores españoles y criollos era irrelevante. Además, la movilización autónoma de miles de campesinos propendía irremediablemente a desarticular, por su propia dinámica, las formas establecidas de autoridad, control económico y deferencia social.
Y aun así, el radicalismo ideológico del movimiento, su rasgo más revulsivo, no se basó en lo que los discursos de contrainsurgencia (y muchos historiadores luego) le atribuyeron –el completo desdén por el mundo en el que los pueblos andinos estaban inmersos–, sino más bien en lo que soslayaron: la apropiación de los imaginarios políticos occidentales, sus instituciones judiciales, la economía mercantil o el catolicismo, a fin de impugnar el régimen imperante y las jerarquías raciales sobre las que se erigía. No se trató, pues, de un acto de identidad –la exhibición de los valores específicos a un grupo–, sino de subjetivación: la reafirmación de su derecho de participar plenamente de la civilización a la que pertenecían. Lejos de encarnar un conjunto de creencias atávicas, la revolución tupamarista puso en cuestión la piedra basal del primer imperialismo europeo, un dispositivo que el cientista político indio Partha Chatterjee definió como el mecanismo colonial de reproducción de la diferencia étnica: “un moderno régimen de poder destinado a nunca cumplir su misión normalizadora, puesto que la premisa de su poder es la preservación de la alteridad de los grupos dominantes”.
Repensar la relación de la gran sublevación panandina con los posteriores procesos independentistas, establecer sus posibles continuidades, conexiones y paralelismos, sin ocluir con ello todo lo que tuvo de antitético, único e irreductible, es una necesaria labor en estos tiempos de conmemoraciones bicentenarias. Pero conviene no olvidar tampoco que las múltiples significaciones de la revolución tupamarista, como las de cualquier acontecimiento que alteró de manera duradera y fundamental el curso de la historia, dependen de la perspectiva desde donde elijamos mirar el fenómeno. No están cifrados de una vez y para siempre en los copiosos archivos que la revolución nos legó: en el transcurso de las generaciones, se escriben y vuelven a escribir.