Paul Keller

El encarcelamiento del galardonado activista de derechos humanos y prodemocrático es la prueba más concluyente hasta ahora del regreso de al autoritarismo estalinista de la década de 1930. Este fue uno de los capítulos más oscuros de la historia moderna de Rusia, marcado por la purga de los opositores al gobierno. Tras un juicio a puerta cerrada, Kara-Murza, un periodista ruso de 41 años, fue declarado culpable de traición por criticar a y su guerra contra Ucrania. Su enjuiciamiento por motivos políticos ha enviado una declaración enfática sobre cómo el Kremlin pretende tratar con aquellos que cuestionan sus políticas autoritarias.

La sentencia a 25 años en uno de los centros de detención más duros de Rusia fue condenada por Estados Unidos, que llama a Kara-Murza el objetivo de una “creciente campaña de represión” de Rusia. Gran Bretaña ha impuesto sanciones a los investigadores rusos detrás de su arresto. Su difícil situación también se erige como una reprimenda a los defensores de la política de neutralidad de América Latina: Rusia se está deslizando hacia el totalitarismo. Al ser condenado, Kara-Murza dijo que su único remordimiento era que no había hecho más para subrayar los hechos terribles que están pasando en Rusia.

El caso de Kara-Murza demuestra que el régimen de Vladimir Putin ha eliminado toda restricción a su ambición de aplastar la disidencia local. El propio Kara-Murza sufrió dos intoxicaciones casi fatales en el 2015 y el 2017. A pesar de conocer los peligros, regresó a Rusia el año pasado y fue arrestado. Incluso aquellos que han huido de Rusia no están a salvo. El envenenamiento por radiación de los disidentes rusos en Gran Bretaña en los últimos años lo ha dejado claro. Tales ataques, y la impunidad con la que se llevan a cabo, logran no solo aterrorizar a la oposición, sino socavar aún más el Estado de derecho y las normas democráticas en Rusia.

En segundo lugar, el hecho de que Rusia haya encarcelado a Kara-Murza, que también tiene pasaporte británico y está bien conectado en Washington, muestra lo poco que a Putin le importa hoy su relación con Occidente. Ahí está también el reciente arresto en Rusia del periodista estadounidense Evan Gershkovich, el primer corresponsal estadounidense desde la Guerra Fría en ser detenido por acusaciones de espionaje. Esto no es nada nuevo para un líder que ha ignorado la diplomacia (o el Estado de derecho) desde que llegó al poder. Putin llevó a Rusia a una sangrienta guerra en Chechenia, antes de anexarse ilegalmente Crimea, un acto por el que muchos gobiernos occidentales hicieron de la vista gorda en ese momento. El líder ruso ahora enfrenta una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra en Ucrania. Bajo su liderazgo, las fuerzas rusas han bombardeado áreas civiles específicas, como parte de su plan para castigar a Ucrania por prosperar como democracia, al tiempo que expone las deficiencias de la Rusia autocrática.

Finalmente, el destino de Kara-Murza es un recordatorio de que detrás de la postura autocrática de Putin en su país y en el extranjero se encuentra una estrategia geopolítica más grande: desafiar el orden global dominado por Occidente y establecido después de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, esto enfrenta a un bloque autoritario liderado por China y Rusia, que han fortalecido sus lazos mutuos, contra aquellos comprometidos con la defensa de los valores democráticos. Los partidarios de la democracia en América Latina deberían estar preocupados: el caso de Vladimir Kara-Murza es una prueba más de la catastrófica erosión de la democracia en Rusia, un país con vínculos económicos con la región. Por implicación, cuestiona la ética de la no intervención seguida por casi todos los países latinoamericanos. Después de la pandemia, el impacto económico de la guerra ha perjudicado a las comunidades más pobres de países como el Perú, elevando los precios del combustible, mientras que las sanciones comerciales han reducido las importaciones urgentemente necesarias de fertilizantes rusos.

La neutralidad latinoamericana nace de la experiencia de la intervención estadounidense en la región a finales del siglo XIX y XX, solidificada por la Guerra Fría. Por lo tanto, si bien la decisión de países como Brasil o el Perú de permanecer neutrales sobre Ucrania tiene sentido históricamente, desde una perspectiva económica se trata de ‘realpolitik’ a corto plazo, simplemente un medio para no perder el acceso a los mercados rusos y, por asociación, a los de su aliado, China, un importante inversor que tiene sed de expandir su influencia en la región. En general, Rusia representa menos del 1% del comercio latinoamericano.

Esta postura pragmática es mejor ejemplificada por el presidente Lula da Silva, quien, en un reciente viaje a China, acusó a Estados Unidos de “alentar” la continuación de la guerra en Ucrania. Después de muchas críticas, Lula ha atenuado su retórica, pero el hecho es que la neutralidad de Brasil, junto con la de otros gobiernos regionales, se justifica, en parte, por una creencia ingenua –o, peor aún, falsa– de que Ucrania y Occidente tienen alguna responsabilidad por el conflicto.

Mientras Rusia desciende a la autocracia, un hecho confirmado por el encarcelamiento injusto de Vladimir Kara-Murza, América Latina enfrenta un dilema con grandes implicaciones económicas: mantenerse neutral, pero arriesgarse a alienar a Estados Unidos y la Unión Europea, sus principales socios comerciales; o tomar partido contra la guerra de Putin en Ucrania, pero perder las importaciones rusas o, lo que es más importante, la inversión china. Sin embargo, enmarcado de otra manera, la cuestión se reduce a una pregunta: ¿qué sucede cuando las democracias hacen pactos con estados que son criminales (Rusia) o motivados imperialmente (China)? Por lo menos, la historia del siglo XX muestra que hacer un trato con el diablo nunca termina bien.




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Paul Keller es excorresponsal de la BBC