En la mañana del domingo, el presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, lanzó de manera sorpresiva un tuit instando a la “empresa explotadora y comercializadora del gas de Camisea” a renegociar bajo el chantaje de una “recuperación o nacionalización” del yacimiento. Plata o plomo, básicamente, al menos en los 280 caracteres que ofrece la red social.
En las siguientes 24 horas, la cobertura de los programas dominicales y las portadas de la prensa escrita el lunes por la mañana siguieron la agenda marcada por un líder político que parece regocijarse en la provocación, más allá del fondo de sus propuestas (véase la forma en que manipuló la discusión sobre el uso del quechua en instancias oficiales durante su presentación ante el Congreso).
Pensando en la forma, matonesca e impromptu, de pronunciarse, seguida de la performance de dejar un pliego en la mesa de partes de la empresa al día siguiente, es claro que Bellido se alimenta del revuelo y ha descubierto en Twitter una plataforma para amplificarlo. Por si hubiera dudas, conminó a los asistentes al primer Congreso Nacional de Juventudes de Perú Libre a abrir sus propias cuentas en esa red social horas más tarde de alborotar el ciclo de noticias con su tuit.
En Estados Unidos, Rachel Maddow, de MSNBC, tomó la decisión de ignorar los tuits de Donald Trump en su análisis, apenas dos o tres semanas después de inaugurada su administración, y seguir la cobertura de la Casa Blanca como una película de cine mudo. No distraerse por lo que decía o publicaba Trump en redes y enfocarse en lo que el gobierno hacía realmente, porque ese nivel de atención a lo que se publica en Twitter puede ser un señuelo para redirigir la atención hacia otro lado.
Algo de ello convendría tener presente. En lo concreto, en el caso de Trump al menos, aunque algunos de sus tuits sí tuvieron efecto, directo o indirecto, en sus objetivos (como los jugadores de la NFL que se vieron desalentados de protestar), otras amenazas, como la de quitarle la licencia a NBC y otras emisoras, no prosperaron (porque Trump no podría controlar instituciones del Estado como quisiera, a diferencia de muchos autócratas actuales en el mundo).
En la mayoría de casos, se trataba de agitar el avispero, apuntando a sus bases pero muy consciente del desconcierto que produciría en el bando contrario. En el caso de Bellido, es también llenar el silencio que deja Castillo, como en su momento lo hizo Cerrón, para un tema que no es realmente polémico en el seno del Gobierno y la coalición que lo sostiene. Aunque quizás cuestionen la forma, es difícil ver a alguien dentro del Gobierno oponiéndose a una eventual renegociación con el consorcio. Nadie le quitó piso realmente a Bellido.
Y, siguiendo a Maddow, es importante recordar que hasta ahora el guion de la película, más allá de estos pronunciamientos, ha sido copar el Estado con gente que no calza con el perfil adecuado, batalla en la que han sufrido bajas y de la cual les conviene distraer la atención.
Ahora bien, el problema de esa perspectiva, como comentó Masha Gessen en el “New Yorker” pocos meses después de la decisión editorial de Maddow, es que los tuits traen consecuencias. Este caso, más allá del revuelo mediático, revela que hay una enorme contradicción, no entre el presidente y Bellido, sino entre lo que Castillo promete para afuera, en su gira internacional, y lo que avala para dentro, en un tuit que no desautoriza a Bellido realmente y que transmite una pésima señal para inversionistas privados (nacionales y extranjeros). Y con la que, además, se valida la extorsión como método de negociación.
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