Tras la muerte de Alberto Fujimori la semana pasada, se ha dicho mucho sobre su figura: sus luces y sombras, sus aciertos y errores, su pragmatismo y sus temores, su elección de colaboradores (a veces fallida, a veces acertada), y las circunstancias tan complejas y apremiantes que marcaron el ejercicio de su presidencia.
Se ha mencionado como parte de su legado la lucha antisubversiva y el control de la difícil situación económica heredada. Sus simpatizantes sostienen que fue Fujimori quien tuvo el coraje para encararlos, mientras que sus detractores atribuyen el desenlace al sentido común instaurado en ambos campos. Un acercamiento a esos años quizás grafique que la situación es algo más matizada.
Un hecho adicional, con menos prensa, pero de equiparable relevancia, es la paz con Ecuador, conseguida en 1998. Resistida en su momento, la solución final luce, en perspectiva, como un paso decisivo en la política exterior peruana de años recientes.
Se ha recordado, además, los delitos por los que se le condenó y por los que venía purgando una condena, interrumpida por un indulto surgido en medio de una controversia. Como se recuerda, este indulto originó, en su momento, una considerable convulsión social.
La figura de Fujimori, en cualquier caso, enciende pasiones. Yusuke Murakami (“El Perú en la era del Chino”, IEP, 2006) recordaba que, el día en el que anunció el adelanto de elecciones, en setiembre del 2000, Fujimori dijo apartarse para evitar ser “un factor de perturbación”. Una aspiración que, como es evidente en el presente, ha resultado inalcanzable.
Otro aspecto en el que se han detenido poco los obituarios es en el momento en el que Fujimori debió dejar el poder. Jaime de Althaus, en una de las pocas excepciones, decía que “si [Fujimori] se hubiese ido en el 2000, hubiese dejado una democracia fortalecida y hubiera podido regresar en olor de multitud en el 2005, con lo que el Perú sería hoy un país desarrollado” (El Comercio, 14/9/2024).
Por su naturaleza, las ucronías son difíciles de contrastar. Pero, sin duda, el presente sería muy distinto sin el desenlace forzado que significaron la interpretación auténtica y la rereelección, y el irregular y antidemocrático proceso electoral del año 2000.
Felipe González, presidente del Gobierno Español por 14 años (1982-1996), decía algo muy cierto sobre el liderazgo político: “Un buen líder debe saber irse. En el ejercicio de cualquier actividad relevante, el protagonista tiene que ser consciente de cuándo se ha convertido en una rémora para la solución de los problemas y, en consecuencia, de cuándo ha llegado la hora de marcharse” (“En busca de respuestas”, Debate, 2013).
Por distintas razones, Fujimori no tuvo en cuenta esta consideración final. Su partida física ha sido ocasión para revisar el peso de aquellas decisiones.