¿Y en qué vamos a trabajar?, por Alfredo Bullard
¿Y en qué vamos a trabajar?, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Juan sale una mañana a trabajar. Está tarde. No toma el novísimo metro construido hace unos años luego de la demolición del obsoleto Metro de Lima (que tomó 20 años en ponerse en marcha por problemas en la entrega de terrenos). El nuevo está totalmente automatizado. Los viajes se cargan en un aparato parecido a los antiguos smartphones. Los trenes ya no tienen conductores ni las estaciones vigilantes, los que han sido reemplazados por sistemas de cámaras de vigilancia y mecanismos de control y seguridad a distancia.

Toma un taxi que tampoco tiene conductor. Recuerda cómo hace unos años los taxistas combatían a por ser más eficiente y barato. Hoy ya no hay ni conductores de taxis ni de Uber.

No hay policías dirigiendo el tráfico. Los autos sin chofer se comunican entre sí y toman decisiones automatizadas para decidir quién pasa primero en una intersección, y lo hacen sin generar los atracones que caracterizaron a Lima hace ya varios años. Y las infracciones de tránsito ya no existen, pues los autos están programados para no cometerlas.

Juan tiene suerte. Trabaja diseñando , aunque en realidad controla el proceso de diseño desarrollado por computadoras que han reemplazado a cientos de personas por un equipo de solo cinco ingenieros. Esos robots desarrollan procesos productivos de todo tipo: desde preparar hamburguesas hasta fabricar automóviles o rascacielos. 

En los supermercados los cajeros han sido reemplazados por escáneres por los que pasas tu carrito con compras y te carga el costo en tu cuenta bancaria virtual. Los bancos ya no tienen oficinas.

En los hospitales, complejas computadoras, sucesoras de la antigua supercomputadora Watson, hacen diagnósticos y prescriben tratamientos con mucha más precisión y eficacia que un médico usando sofisticados algoritmos sin cometer errores humanos.

Los jueces han sido reemplazados por sistemas de cómputo que aplican la ley sin las emociones, sesgos y arbitrariedades de los humanos. Y las computadoras son incorruptibles. Dos casos iguales son tratados igual. Y los largos juicios de años han sido reemplazados por decisiones que se toman en minutos. Por supuesto ya no se necesita abogados, al menos no del tipo a los que estábamos acostumbrados a inicios del milenio, pues se trata de alimentar a la computadora con información básica del caso. Ya no hay que alegar e inventar historias.

El mundo futurista en el que vive Juan no es irreal. No necesitamos una película de ciencia ficción. Muchas de las cosas descritas ya existen o están muy cerca de existir y superan con creces la imaginación más retadora. El común denominador es que se necesitan menos personas para hacer todo lo que hacemos hoy. La pregunta es, entonces, ¿en qué vamos a trabajar los humanos?

Un estudio reciente de la Universidad de Oxford predice que, en un período de 10 a 20 años, el 47% de los trabajos existentes en Estados Unidos serán realizados por máquinas (casi la mitad de los trabajos existentes). Es posible que ocurra lo mismo en los países desarrollados. Y en los que no lo somos tomará algo más, pero también ocurrirá.

Acabo de estar hace dos días en Madrid, en una conferencia del premio Nobel de Economía francés Jean Tirole. Varias de las preguntas que le hicieron se relacionaron precisamente con el problema de y el . Hay quienes sugieren regular el desarrollo de la para retrasar su avance o, de manera similar, crear impuestos que graven los robots y máquinas que sustituyan trabajos.

La respuesta de Tirole fue muy clara: no podemos proteger puestos de trabajo con esas ideas. La innovación igual ocurrirá pero a un costo mayor que pagaremos todos.

Y en ese punto tiene razón. La tecnología aumenta la productividad, reduciendo el costo por unidad producida. Con ello se necesitan menos horas humanas para hacer lo mismo. Pero esas horas serán mucho mejor pagadas. El fenómeno descrito no es nuevo. Viene ocurriendo desde hace dos siglos. La industrialización (con la invención de la máquina de vapor) llevó a procesos que requieren menos horas (hemos pasado de trabajar 16 horas a 8 horas diarias), y el ingreso per cápita ha crecido a pesar de ello. No se protege puestos de trabajo impidiendo que la tecnología nos haga más fácil la vida, sino haciendo que el producto de ese trabajo valga más.