"La cuestión de confianza y una eventual disolución parlamentaria parecían formar parte del plan oficialista para quedarse sin contrapesos e impulsar su proyecto de convocatoria a una asamblea constituyente" (Ilustración: El Comercio)
"La cuestión de confianza y una eventual disolución parlamentaria parecían formar parte del plan oficialista para quedarse sin contrapesos e impulsar su proyecto de convocatoria a una asamblea constituyente" (Ilustración: El Comercio)
Andrés Calderón

Si partimos de la premisa de que todo poder público debe tener límites, parece bastante razonable que el Congreso haya decidido actuar respecto de la institución de la cuestión de confianza. Como se sabe, basta con dos rechazos al planteamiento del Ejecutivo que tenga dicha condición para disolver el Legislativo. Se trata, pues, de un arma muy peligrosa si termina siendo utilizada para fines impropios.

Muchos recuerdan el 30 de setiembre del 2019 como una fecha que justificaría poner cortapisas al poder Ejecutivo. En aquella ocasión, el entonces presidente Martín Vizcarra decidió disolver el Congreso luego de que el primer ministro de aquella época, Salvador del Solar, planteara una cuestión de confianza para reformar legislativamente el sistema de elección de magistrados del Tribunal Constitucional.

La decisión del Gobierno fue validada por el intérprete supremo de la Constitución, apoyado en la voluntad del constituyente. Fue el Congreso Constituyente Democrático de 1993 el que dibujó la figura de la confianza en términos bastante genéricos. Y es esa amplitud la que permite lo que justamente ahora se quiere evitar: que el presidente del Consejo de Ministros pueda hacer una cuestión de confianza por leyes de reforma constitucional u otras normas que puedan afectar las competencias del propio Parlamento o las de organismos constitucionalmente autónomos.

Por tal razón, si bien el Parlamento tenía motivos para restringir las amplias potestades del Ejecutivo, lo lógico era acometer dicha tarea a través de una reforma constitucional. Esto demandaba un esfuerzo especial, puesto que las reformas constitucionales requieren 87 votos parlamentarios en dos legislaturas para su aprobación (salvo que se obtenga mayoría absoluta y una ratificación por referéndum). Esto quiere decir que la oposición parlamentaria habría tenido que llegar a un acuerdo con el oficialismo o sus aliados para conseguir el número de votos requeridos. La oposición legislativa, sin embargo, optó por un camino abreviado (una “ley de interpretación”) pero inconstitucional.

Detrás de esta decisión atropellada puede haber una justificada suspicacia respecto del Gobierno. Hace solo unas semanas, el entonces primer ministro, Guido Bellido, amenazaba con formular una absurda cuestión de confianza del Consejo de Ministros para evitar la censura del indefendible Iber Maraví. Aunque finalmente primó la sensatez y tanto Maraví como Bellido fueron retirados de sus respectivos cargos, las señales de alerta ya estaban encendidas y quedaba en el ambiente la sensación de que Perú Libre estaba buscando activamente poner contra las cuerdas al poder Legislativo. La cuestión de confianza y una eventual disolución parlamentaria parecían formar parte del plan oficialista para quedarse sin contrapesos e impulsar su proyecto de convocatoria a una asamblea constituyente.

Nos encontramos, así, en una tesitura en la que los dos poderes políticos del Estado parecen más proclives a la conspiración que a la colaboración, buscando asegurar su subsistencia a costa del debilitamiento del otro.

Las gafas con las que los políticos vienen tomando estas decisiones, sin embargo, no les permite ver más allá de los próximos cinco años. No advierten que la precariedad institucional que provocan tanto en el Legislativo como en el Ejecutivo es la que ellos mismos padecerán –si tienen suerte– en el próximo lustro, cuando sus partidos vuelvan a competir en elecciones generales.

Todos los “atajos” que tomaron en su momento el Congreso y el Gobierno, con vacancias irresponsables, renuncias forzadas, y cuestiones de confianza y disoluciones que pudieron evitarse, nos han llevado a un páramo de inestabilidad permanente. Y pese al oscuro camino recorrido, nuestros políticos siguen adentrándose hacia una trocha aún más lóbrega.