En el año 125 a.C., el maestro Liu An nos legó una narración extraordinaria sobre dos personajes sumamente hábiles en el arte de la guerra en China. En el reino de Chu, un ladrón experto en entrar a las casas fue reclutado por el magnífico general Tzu fa, conocido por usar las habilidades particulares de sus soldados de manera ingeniosa.
Un día, el reino fue atacado por un ejército que lo excedía tres veces en tamaño. El ladrón y el general Tzu fa, entonces, idearon un plan.
Durante la noche, el ladrón ingresó discretamente al campamento enemigo, buscó la carpa del general y le robó las cortinas de su cama. A la mañana siguiente, Tzu fa le envió las cortinas al general enemigo con una carta de exquisita educación diciéndole que sus hombres las habían encontrado mientras buscaban leña. La siguiente noche, el hábil ladrón se volvió a inmiscuir en la carpa del general enemigo y le robó la almohada. Nuevamente, el general Tzu fa la envió de vuelta con una carta similar a la anterior.
La tercera noche, el ladrón sustrajo el fino gancho de jade que el general usaba en su largo cabello. Como en los casos anteriores, este le fue devuelto a la mañana siguiente junto con una educada carta. Asustado y confundido, el general enemigo convocó a sus oficiales para decirles: “Una noche más, y lo que desaparecerá será mi cabeza”. Sus tropas entonces, pese a ser superiores en número, recibieron la orden de retirada.
Más de 2.000 años después, el director de cine japonés Akira Kurosawa decide desafiar a su manera la hegemonía que Estados Unidos había impuesto tras la derrota nipona en la guerra y reafirma en sus películas el valor del código del Bushido que regía la vida samurái. Como si fuera poco, Kurosawa decide aprender del enemigo y copia el modelo de las películas de John Ford y del ‘western’ norteamericano. El resultado se plasma en “Los siete samuráis”, una historia simple de una aldea japonesa del siglo XVI que es asediada por una banda poderosísima de delincuentes, y que decide enviar una comisión para reclutar a un cuerpo de samuráis a fin de que pueda defenderla. La convocatoria termina con siete guerreros, cada uno de ellos con una motivación distinta y un increíble proceso de preparación ante el inminente ataque. Los bandidos, que se creen invencibles, no se encontrarán solo frente a los siete guerreros, sino también ante una población organizada y un pueblo convertido en una trampa.
Esta semana, se estrenó la última entrega de la saga de Marvel, “Avengers: Endgame”, la más reciente narrativa sobre el ensamblaje de un equipo para derrotar a un enemigo invencible. El filme es un particular caso de excelente ‘storytelling’ en el que se han articulado 21 películas con personajes interconectados entre sí a lo largo de 11 años. Varias de estas historias nacieron en escritorios desordenados, entre rumas de papel y litros de tinta que desembocaron en bosquejos de rebeldes como Steve Ditko y Jack Kirby, así como en la irreverencia y el entusiasmo del entrañable Stan Lee. Estos muchachones crearon, desde una oficina en el Manhattan de la década de Vietnam y los hippies, todo un olimpo de héroes inspirándose en los transeúntes que veían caminar desde la ventana.
Los chicos de Marvel nos legaron un universo de licras y colores primarios que han sabido adaptarse a los tiempos. La idea era crear héroes con angustias humanas, como mutantes atormentados, adolescentes con problemas cotidianos que por accidente se convertían en paladines vistos con sospecha por la policía, y hasta dioses nórdicos y griegos que caían en la Tierra confundidos y neuróticos al descubrirse rodeados de mortales.
Pero los Avengers de Marvel son hijos de su tiempo y de su circunstancias. Las sagas han dejado de ser solo un baño de testosterona que inspiraban a los chicos a ser viriles (como ocurría con los cantares guerreros a lo largo de la historia), para articularse con nuevas características de consumo y de los cambios sociales en los que Occidente se ha visto envuelto. Asimismo, se abre paso poco a poco a la esperada presencia de heroínas, ya sean humanas, extraterrestres o mestizas, como la Capitana Marvel, que confronta a su mentor convertido en enemigo con la frase “No tengo que demostrarte nada”.
En cuanto a la estructura, estamos exactamente en el mismo punto de partida que los relatos fundacionales de la humanidad. El universo cinematográfico de Marvel se une a las aventuras de Gilgamesh, Beowulf, Aquiles, Ulises, Hércules o de los grandes caballeros de la mesa redonda y la saga de Robin Hood. Estas historias nos presentan arquetipos de héroes que se comportan a la altura de las circunstancias confrontando sus propios miedos. Nos dibujan un mundo en el que el bien y el mal están claramente definidos, y nos enseñan que el crimen no debe salir victorioso. Nos instalan en una suerte de universo paralelo en el que la moral que aprendemos en sus tramas se queda con nosotros incluso cuando regresamos al mundo real.
Y sí, aquí en el Perú, al regresar a la realidad, nos encontramos con que la estamos pasando duro, con un poder y una corrupción que han formado por mucho tiempo una sola unidad dentro de nuestra narrativa social. Revisando la agresividad que se manifiesta en el ciberespacio, podemos descubrir –con sorpresa– que nos hemos convertido literalmente en vengadores por lo sedientos de venganza que estamos. Siento que sería mejor entendernos grupalmente como héroes y como equipo, dejando de lado la agresividad. Es hora de respirar hondo, de entender la génesis de la corrupción y de recordar lo que las sagas orientales, las leyendas de samuráis y las buenas historias de superhéroes nos han venido enseñando durante los últimos 5.000 años: que nada une más a los héroes que una amenaza común.