No sé si es el azar quien cada cierto tiempo nos trae hombres que parecen haber nacido para la época que más precisamente los necesitaba, o si es esta la que los crea, como el animal de clima frío produce su pellejo lanudo y protector, pero tal parece haber sido el caso de uno de nuestros más recordados ensayistas, don Manuel González Prada. Este año, que ya empieza a despedirse, conmemoramos un siglo de su muerte. Nacido veinte años después de la victoria de Ayacucho, González Prada perteneció, como Ricardo Palma o Manuel Pardo, a la generación de peruanos que vivieron la desilusión de la independencia. Habiendo alcanzado la madurez medio siglo después de que despacháramos al último virrey, ellos pudieron constatar que aquella gesta, aunque correcta en sus principios y propósitos, no había resuelto, ni parecía orientarse en el camino de lograrlo, los principales problemas del país, como la integración social, el progreso económico y la instauración de un gobierno, si no democrático, al menos ordenado y respetuoso de las libertades públicas.
Cada quien creyó encontrar la solución al empantanamiento de los ideales republicanos en distintos programas de reforma. Si Manuel Pardo apostó por los ferrocarriles y una reforma fiscal, González Prada votó por la redención del indio mediante la instrucción y el combate al gamonalismo que lo había degradado socialmente. Combatiente de la última batalla de la guerra del salitre, que tronó como el tiro de gracia a los sueños de la independencia, González Prada se convirtió en los años siguientes en la voz de nuestra conciencia moral frente al descalabro. Publicó ensayos cargados de frases lapidarias, que eran como latigazos sobre el dorso culposo de los peruanos. “En la guerra con Chile no solo derramamos la sangre, exhibimos la lepra”, fustigó en uno. “A sembrar el trigo y extraer el metal, la juventud de la generación pasada prefirió atrofiar el cerebro en las cuadras de los cuarteles y apergaminar la piel en las oficinas del Estado”, sentenció en otro.
Para quienes vivimos en el Perú es fácil comprender que esas frases agitaran nuestras mentes como campanadas de incendio en medio de la noche (para emplear una de sus figuras). Convocaban a la labor higienista de condena y purga de los errores del pasado, y a la acción reformista que acabase con las armas más eficaces que, según él, habían propiciado nuestra derrota: la ignorancia y el espíritu de servidumbre. Como muchos en su época, González Prada sostenía que el cruce de los súbditos de Huayna Cápac con los vasallos de Felipe II había engendrado un pueblo de columna vertebral flexible frente al poderoso.
Más que en las propuestas, González Prada brilló en la crítica al orden imperante. Fue ferozmente antimilitarista, anticlerical y antihispanista. Lo último podría parecer un tanto contradictorio si nos adentramos en su biografía, porque él descendía completamente de la aristocracia colonial de origen ibérico. Su abuelo había sido intendente de Tarma, a la cabeza de cuyo ejército derrotó en 1812 a los rebeldes de Huánuco, uno de los antecedentes más firmes de nuestra lucha por la independencia; por el lado materno estaba vinculado a don Antonio de Ulloa, el funcionario colonial y mineralogista que había gobernado las minas de Huancavelica y compuso con Jorge Juan las famosas “Noticias secretas de América”.
La familia logró sortear con éxito el torbellino de la independencia y su padre fue un político importante en la época inicial del guano, al punto que llegó a ser vicepresidente del gobierno de Echenique, un cargo que en el Perú puede catapultar en diferentes direcciones. A su familia le trajo la deportación a Chile cuando Manuel González Prada era un niño, que hubo de educarse así en dicho país. El padre murió relativamente pronto, lo que lo apuró a tener que ganarse la vida. Se trasladó a la hacienda de la familia en Mala, donde trató de salir adelante con la producción de almidón. De su familia heredó, en cualquier caso, un patrimonio económico importante, que le dio la tranquilidad necesaria para dedicarse a la creación literaria y la política. Es famoso su gesto de recluirse en su casa los tres años que duró la ocupación chilena de Lima. Aunque fundó una agrupación política, nunca aceptó un cargo público, salvo el de director de la Biblioteca Nacional. Se casó con una muchacha francesa y pasó en Europa siete años, donde nació el único hijo que le sobrevivió.
A finales de este mes de noviembre, bajo la dirección de la profesora Isabelle Tauzin, tendrá lugar en Burdeos, uno de los lugares más importantes de su periplo europeo, un coloquio sobre el trabajo intelectual y literario de Manuel González Prada, en el que tendré la ocasión de participar junto con otros colegas peruanos y europeos. Será una gran oportunidad de discutir nuevas ideas y hallazgos en torno a su legado.