La decapitación, símbolo crudo de la barbarie, ha sido fuente de inspiración de artistas y escritores. Desde el impresionante lienzo de Artemisia Gentileschi que recuerda la hazaña de Judith contra Holofernes, hasta la imagen del periodista James Foley, la cabeza desprendida del cuerpo despierta horror, repulsión y a veces fascinación.
El Perú ocupa un lugar en la historia de las decapitaciones. Basta recordar las cabezas trofeos encontradas en el valle de Acarí, la decapitación del primer virrey Blasco Núñez de Vela o el tratamiento que se dio al cuerpo de Túpac Amaru II luego de la Gran Rebelión de 1780. Respecto de esto último, la decapitación del cacique de Tungasuca se debió a que sus verdugos no lograban desmembrar el cuerpo con cuatro caballos ceñidos a sus exremidades. Ello llevó –cuenta un testigo– a la decapitación y posterior despedazamiento del líder rebelde. Su cabeza fue colocada en una lanza exhibida en Cusco y Tinta, sus brazos en Tungasuca y Carabaya, y sus piernas en Livitaca y Santa Rosa. Las decapitaciones no son hechos aíslados de un pasado remoto. Hace menos de un año el teniente gobernador de Villa Virgen (La Convención) fue encontrado decapitado en una chacra. Junto a su cuerpo apareció un mensaje, se sospecha de Sendero Luminoso, con la hoz y el martillo.
Sea porque aún está vivo el recuerdo del estadounidense James Foley, decapitado en el desierto de Siria, sea porque somos parte de una cultura política forjada en la guerra, la primera ministra Ana Jara mencionó hace poco el tema de los cuerpos decapitados. “El líder –señaló– jamás entrega una cabeza o muchas para salvar la propia”. Sin menoscabar sus buenas intenciones, sorprende que en pleno siglo XXI y después de tres gobiernos democráticos se siga utilizando el lenguaje polarizador de la guerra a muerte. Más aún que una abogada respetada por su apertura al diálogo se apertreche en una suerte de fortín militar junto con su gabinete. Ello pese a que sus palabras nieguen el estereotipo de la mujer decapitadora y, en su lugar, aparezca el discurso de una mariscala dispuesta a quemar el último cartucho para salvaguardar la vida de su batallón.
La democracia demanda reglas de convivencia claras –entre ellas el respeto a las minorías–, pero también, y esto es lo que usualmente se olvida, un lenguaje y una actitud civilizada hacia el otro. En un sistema autoritario el otro no existe y por ello su opinión, vida y dignidad carecen de valor. Plantear la política –por definición diálogo y búsqueda de consenso– con el lenguaje de la guerra no solo es negar su esencia sino forzar a que el contrincante actúe de una manera similar.
En una democracia no está fuera de lugar que una minoría exija una clara línea divisoria entre lo público y lo privado e incluso que reclame por los aportes económicos que se realizan con el trabajo duro de miles de ciudadanos. La primera ministra, que es una mujer inteligente, debería plantear la discusión política en términos de su visión del país y no recurrir a la terrible imagen de las cabezas ensangretadas. Una alegoría que, sin tener que viajar mucho en el tiempo, remite a esa “guerra milenaria” que tantísimo daño le causó al Perú.