Desde la vigencia de la Constitución de 1993 hasta el 2016, solo se censuró a tres ministros en el Perú. Durante el gobierno de Pedro Castillo se censuró a cinco. En el gobierno de Boluarte, con la censura a Rómulo Mucho, ya tenemos dos. El debate alrededor de esta censura ha sido revelador del carácter del actual gobierno.
En marzo de este año, con la renuncia de Alberto Otárola, quedaba atrás la figura de un ministro que contaba con cierto peso propio, que influenciaba fuertemente sobre la presidencia y cumplía un papel de articulador tanto dentro del gobierno como frente al Congreso y otros sectores. Con el nuevo presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, pareció que la presidenta había optado por ampararse en sectores de la derecha económica, en busca de una base de sostenimiento. En ese momento, con ministros como Arista, González-Olaechea, Mathews, y Mucho parecíamos estar ante un intento de relanzamiento más orgánico. Poco tiempo después, sin embargo, constatamos que el gobierno, más que apoyos orgánicos con algún sector social o político específico, buscaba contentar una gran diversidad de intereses, que incluyen bancadas congresales y espacios de confianza de la presidenta.
A lo largo del año, el rumbo político del país ha quedado marcado mucho más por diversas iniciativas legislativas empujadas desde el Congreso, que busca ampliar sus prerrogativas e intereses específicos de algunos parlamentarios, que por decisiones o políticas implementadas desde el Ejecutivo, cuyo carácter más bien se muestra errático. El caso del manejo de Petro-Perú ha sido muy ilustrativo: pasar de Oliver Stark a Alejandro Narváez en la presidencia de la empresa estatal muestra cómo en un mismo asunto puede pasarse de un extremo al otro del espectro político y cómo ministros como Arista o Mucho, la esperanza de la derecha económica para empujar una agenda más favorable a la inversión privada, muestran ser solo piezas de un juego más complejo con más actores sobre la mesa.
La censura de Mucho es consecuencia de su debilidad y aislamiento. La derecha económica estaba relativamente decepcionada por su falta de eficacia en temas como Petro-Perú o el empuje de grandes proyectos de inversión en su sector. Además, la minería formal requería una postura clara frente al avance de la minería ilegal, y tampoco se percibían avances convincentes al respecto. Al frente, el ministro tenía un Congreso claramente favorable a los intereses de los mineros informales, que explican la abrumadora mayoría a favor de su censura. Dicho sea de paso, enfrentar el desafío de la formalización minera requeriría una estrategia bien pensada, una gran voluntad y una gran fortaleza política, y obviamente este gobierno no cuenta con ninguna de ellas. En el corto plazo, desde el Congreso, en todas las bancadas, existe una reiterada identificación con sectores y actividades informales. Los mineros en particular son, además, capaces de movilizar grandes bolsones de población, poner en marcha contundentes acciones colectivas de protesta, y movilizar ingentes recursos en amplias zonas del territorio del país.
En un contexto preelectoral, con un Ejecutivo bastante precario y crecientemente debilitado, el Congreso requería exhibir alguna forma de distancia con el gobierno. Cabe esperar que este tipo de lógica tienda a acentuarse en el futuro inmediato.