Lamentablemente, la inseguridad ciudadana constituye uno de los desafíos más grandes para la democracia y para el Estado en nuestros países. Antes de la pandemia, la delincuencia aparecía como la principal preocupación de los ciudadanos en la región, o como una de las más importantes. La pandemia hizo que los temas económicos despertaran luego la mayor inquietud, pero en los últimos años el asunto ha reaparecido con gran fuerza.
En el pasado, solíamos pensar que países con estados más fuertes tendrían mayor capacidad de lidiar con este tipo de problemas, pero resulta que la inseguridad es una de las preocupaciones principales en países con estados más fuertes como Uruguay, Chile o Brasil, así como en países como Ecuador o El Salvador, y el nuestro, por supuesto. Según la encuesta de Ipsos sobre las preocupaciones principales en el mundo, aplicada en 29 países, con datos del 2023, cerca de la mitad de los ciudadanos en Argentina, el Perú, México y Chile declara estar muy preocupado por el crimen y la violencia.
El hecho de que la preocupación y la relevancia política de este asunto recorra todo tipo de estados sugiere que la dinámica de las actividades delictivas es la que marca el paso. Así, por ejemplo, cambios en los circuitos de distribución de drogas ayudan a entender la extensión del problema en un país como Uruguay, así como antes explicaron que el problema se desplazara desde Colombia hacia México y Centroamérica. Ciertamente, también es consecuencia de las respuestas estatales, por lo que también la voluntad política para enfrentar los problemas importa.
Mirando el panorama regional, constatamos que los problemas de inseguridad, si bien generalizados, responden a dinámicas muy diferentes. Hay países afectados por mucha violencia asociada a los circuitos de distribución de drogas, como Colombia, México y algunos países de Centroamérica. En ellos existen, además, grupos muy bien organizados que controlan territorios y desarrollan otras actividades delictivas, apareciendo los carteles de la droga, pero también pandillas capaces de desafiar abiertamente la autoridad del Estado. En otros países, como Argentina o Chile, la delincuencia parece tener dinámicas con una organización más descentralizada o dispersa, relativamente hablando.
Nuestro país parece tener una suerte de combinación de modalidades. Tradicionalmente, hemos lidiado con el narcotráfico, pero este parecía ser un problema relativamente “contenido”, en tanto nos ubicamos en los escalones más bajos del ciclo del negocio: la producción de la hoja de coca y su distribución inicial. En los últimos años, proliferaron también actividades como la minería o la tala ilegal que, a diferencia del cultivo de coca, obligan a algún tipo de respuesta estatal por sus efectos ambientales o por los problemas sociales que acarrean, como el tráfico de personas.
Últimamente, aparece la siniestra modalidad de la extorsión, que ya no está asociada a la cadena de negocio de una actividad en particular, sino que fagocita las ya existentes. La consolidación de “brazos armados” capaces de amenazar y hacer cumplir amenazas, basados en formas delictivas previas, parecen explicar su extensión reciente.
Cada modalidad requiere una respuesta diferente. El punto de partida es la voluntad gubernamental y estatal de encarar seriamente el problema, que no aparece.