Dinámica del cinismo, por Gonzalo Portocarrero
Dinámica del cinismo, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Estamos enseñados a creer que la sociedad, a través de la familia, del colegio, de la Iglesia y de los medios de comunicación, produce en nosotros una conciencia moral, una capacidad para discriminar lo bueno de lo malo. 

También creemos que la persona que ha actuado mal sentirá culpa, una íntima desarmonía que la llevará a manifestar su desasosiego, a delatarse. Su propia conciencia moral lo pondrá en evidencia: hablará en voz baja, sin mirar a los ojos. Toda su expresión estará saturada de malestar y arrepentimiento. 

Los mandatos sociales que hemos interiorizado, basados en las ideas de igualdad y justicia, deberían funcionar como disposiciones automáticas que nos impulsan a actuar correctamente. Entonces esperamos que las cosas ocurran así.

Pero en nuestro país esta expectativa es un ideal bastante remoto. En la política, por ejemplo, vemos a gente que miente de una manera que hace sospechar que carece de conciencia moral. De ellos se dice que “no tienen sangre en la cara”, son unos “caraduras” o son “descarados”. 

La cara es la parte del cuerpo donde se concentra la expresividad del ser humano, donde vibra lo esencial de su ser. El caradura es el mentiroso que opta por el cinismo. Controla su expresión, neutraliza la culpa que produce vergüenza y retraimiento. La debilidad de la conciencia moral en nuestra sociedad se manifiesta en la frecuencia de las actitudes cínicas en los espacios públicos. Y el caradura puede lograr credibilidad y respeto. 

Su semblante de inocencia convence porque no podemos concebir que alguien pueda ser tan cínico, pues lo que dice está avalado por sus expresiones faciales. Y entonces confiamos. 

Pero la reiteración de desilusiones y desengaños nos está llevando a una situación donde predomina una desconfianza sistemática. Damos por sentado que el otro es mentiroso y cínico, que no podemos confiar en (casi) nadie. 

No obstante, una lectura esmerada del rostro, con una escucha atenta de la voz, puede ayudarnos a desenmascarar al cínico, a entrever la debilitada conciencia moral que en él anida. El principio general es que la expresión cínica está afectada por una falta de naturalidad, por una rigidez que delata el miedo a que un discurrir espontáneo lleve a revelar lo que se pretende ocultar. 

Carlos Manrique Carreño, el presidente de CLAE, respondió en decenas de entrevistas que era inocente de la estafa que había cometido, pese a las abrumadoras pruebas en su contra. No obstante, su actuación no era totalmente impecable, pues sus expresiones faciales se encontraban reprimidas por una severidad casi mortuoria. Así, su inexpresividad, su “cara de palo”, le servía para ocultar la verdad. 

De manera similar, cuando Nadine Heredia niega ser la autora de las agendas que la comprometen, habla de una manera poco natural, con una voz chillona, como quien trata de repetir, al pie de la letra, una lección no muy bien aprendida. 

Y cuando Toledo habla del Caso Ecoteva, su voz se torna engolada y altisonante, como queriendo avasallar e impedir cualquier pregunta. 

En cambio, Alan García, con su gran talento discursivo, torna su enunciación categórica, inapelable y llena de términos jurídicos campanudos cuando responde sobre los narcoindultos. 

El caso de Acuña, por su parte, es novedoso, pues niega la evidencia con expresiones de bonhomía y vulnerabilidad, como si fuera una víctima, una buena persona injustamente atacada. En todo caso, las huellas del cinismo son palpables en el escabullirse del diálogo, en la actitud atorrante. “Es falso porque lo digo yo”. El cínico despliega su teatro para imponer su mentira.

La generalización del cinismo en la sociedad peruana tiene raíces muy hondas. Digamos, para empezar, que en nuestro medio los ejemplos de integridad son poco apreciados, mientras que el transgresor, el pendejo, tiende a ser valorado como un modelo de identidad mucho más atractivo. 

Entonces es difícil la generalización de una moral laica, de una normatividad basada en el convencimiento de que la igualdad ante la ley es la premisa de una sociedad donde florezca la libertad, el esfuerzo y el mérito. 

En el Perú la moral ha tenido un fundamento religioso, basado en el temor a un dios castigador. Entonces cuando se erosiona este cimiento, por el agnosticismo o por una sensibilidad religiosa menos aterrada por el castigo divino, tenemos la situación actual que corresponde a un debilitamiento general de la conciencia moral.