Desde que empecé con mis primeros trabajos de campo, me han fascinado las piezas teatrales que se ponen en escena en lugares apartados de las áreas urbanas, en especial aquellas que tienen un trasfondo indígena reconocible. Otro universo que también rodea mi vida desde los años 60 es el cine. Nunca pasé de ser un interesado espectador, pero elegí siempre, con mucho cuidado, las películas a las que podía admirar y recordar sin olvidarlas.
Como en otras situaciones, no pensé que en algún momento mis dos aficiones llegasen a coincidir. Pero me equivoqué.
En las salas de cine debo haber perseguido a actores y actrices que no siempre llegaban a Lima mediante la pantalla. Entre astros y estrellas, mi favorita fue Melina Merkoúri, de la que pude ver apenas tres películas: “Nunca en domingo”, “Fedra” y “Topkapi”. Pero estas bastaron para hacerme su hincha de por vida. Especialmente “Nunca en domingo”, que es una festiva comedia en la que Merkoúri interpreta a una prostituta en el ambiente marinero del puerto de Pireo, muy satisfecha de su modo de vida, que le permite invitar a sus clientes a su casa los domingos, el día en el que se toma un descanso de su agotadora profesión, para agasajar a sus conocidos con música, baile, bebidas y comida, dejando el sexo para el resto de la semana.
Jules Dassin, que dirigió, hizo el guion y produjo la película, asumió en esta el papel de un intelectual estadounidense que, durante una gira académica por Grecia, conoce a Melina (Ilya en el film) y cae profundamente enamorado de ella. Atormentado por su estilo de vida, intenta lo que cree será su redención, y consigue que ella lo acompañe durante dos semanas a fin de introducirla en su mundo de libros y reflexiones intelectuales, soñando que ese cambio la apartará del universo en el que vive. Naturalmente, fracasa. Pero eso no altera el ritmo jocoso de la película.
Me cautivó, sobre todo, una escena en la que Dassin (Homer Thrace en el film), tras haber acudido con Melina a una función de teatro clásico –creo que una pieza de Eurípides– luce, al igual que el resto de la concurrencia, entristecido por el trágico final de la obra. Para su sorpresa, Ilya ha contemplado la obra, desde el inicio hasta el final, con agrado, sin una sola muestra de sufrimiento. Naturalmente, esta reacción sorprende a su acompañante, que no puede entender tal actitud frente al drama representado. Melina sonríe y le explica que todos los odios y las muertes que surgieron en las tablas, en realidad, no sucedieron, puesto que al final, todos los actores, incluso los que murieron en la obra, están vivos y felices saludando al público desde el escenario.
Si me traslado a mi labor de docente de aquella época, recuerdo claramente llevar a un grupo de estudiantes sanmarquinos para que observen, fotografíen y graben los parlamentos de la “Captura, prisión y muerte del inca Atahualpa”. La función se realizaba todos los años en honor a Santa Rosa de Lima, hacia finales de agosto e inicios de setiembre, en el pueblo de Carhuamayo (Junín), por encima de los 4.000 metros de altura.
El despliegue de actores, actrices, danzantes y músicos fue espectacular. Pasamos algo más de diez días conmovidos por el cuidado con el que la comunidad se esforzaba para dar su versión teatralizada del hecho histórico. Llevar adelante la obra significaba, además, un gasto económico enorme para los ingresos de una región cuya pobreza era visible. Solo la voluntad de consolidar la tradición y la fe en Santa Rosa hacían posible aquello.
La fiesta se prolongó durante más de una semana. Concluida la representación, el pueblo entero –y mis estudiantes– se sumergieron en una fiesta espectacular, que siguió incluso después de que nos retirásemos.
Habiendo seguido al detalle la obra, de pronto pensé que todo ese despliegue, que probablemente podría hacerse solamente una vez al año, resultaba incongruente con la muerte del inca Atahualpa. ¿Cómo podría alegrarse un pueblo quechuahablante, que vestía ropas y tenía rasgos físicos que lo acercaban a nuestro pasado glorioso, volviendo a reactualizar el momento más triste de nuestra historia?
No pude contenerme y decidí entonces acercarme a la directiva, que celebraba el fin de la fiesta reunida en pleno, para consultarle mis dudas. Me miraron, inicialmente con sorpresa, y luego se echaron a reír. El más anciano me señaló al actor que había protagonizado a Atahualpa y que bailaba furiosamente con una guapísima ñusta muy cerca de nosotros. “Usted no entiende, taytay, la fiesta del inca todavía no acaba. No ha muerto, ni morirá”.
Unos años más tarde, cuando empezaron a surgir las versiones –hoy múltiples– del mito del Incarrí, y empezamos a conocer que no solo el inca no había muerto, sino que además podía regresar, pude salir de la perplejidad que me causó en ese entonces la respuesta de la directiva de Carhuamayo. Las obras teatrales de los escenarios limeños, con horarios pactados de dos horas, con la mecánica establecida de apagar las luces del set y de volver a encenderlas para que nos retiremos, están muy lejos de una celebración andina, donde el total de la fiesta engloba la teatralización, lo que precede y lo que continúa.
Más aun, las acciones representadas no alteran el pensamiento asumido por el pueblo con respecto a la cosmovisión que da sentido a su vida y les presta fuerzas para resistir la indiferencia y la agresión que impone la irrupción de una modernidad que solo piensa en el desarrollo económico.
Melina Merkoúry y el anciano dirigente tenían razón: ni Homer, ni yo, habíamos entendido nada. No toda la verdad está en los libros.