La democracia es muchas cosas a la vez. En la icónica frase de Winston Churchill es “la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás”. Es el sistema de gobierno que, a la vez, se nutre de una vida cívica vibrante y da pie a que esta exista, creando un círculo virtuoso. Permite que los ciudadanos expresemos nuestros dolores y nuestros triunfos, nuestras identidades individuales y compartidas, en libertad. La democracia nos abre la posibilidad de que los malos gobernantes no se entronicen en el poder, porque a través de las urnas nos permite corregir nuestros errores y hacer un recambio de nuestras élites políticas.
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Pero para que la democracia exista no solo es esencial que las elecciones sean libres. Es igualmente importante que los derrotados de cada elección acepten los resultados de las mismas y estén dispuestos a pasar tiempo en la oposición. Es lo que el politólogo Christopher Anderson llama “el consentimiento del perdedor”. Adam Przeworski, el gran politólogo polaco, solía decir que la democracia logra enraizarse cuando para los perdedores se vuelve preferible seguir participando del juego electoral, con el fin de ganar la siguiente elección, que volver a un régimen autoritario.
Las elecciones presidenciales del 2020 en Estados Unidos pueden terminar poniendo a prueba la tesis del consentimiento del perdedor. En las últimas semanas, el presidente Donald Trump ha dejado entrever que, de darse el caso, podría no reconocer un triunfo de su oponente demócrata, Joe Biden, en noviembre. Esta negativa de Trump a aceptar una posible derrota se enmarca en una dinámica más compleja al interior de su partido que tiene que ver con cambios demográficos profundos en la sociedad estadounidense. A raíz de esta transformación demográfica, a mediados de la década pasada, quienes se identifican como blancos y cristianos –el núcleo duro del Partido Republicano– dejaron de ser una mayoría para convertirse en la minoría más grande del país. A su vez, otros grupos étnicos –como los afroamericanos y los latinos, que votan en grandes proporciones por el Partido Demócrata– han crecido en importancia.
Como señala Yoni Appelbaum en las páginas de “The Atlantic”, en la última década la reacción del Partido Republicano a estos cambios demográficos ha sido enfocarse en su voto duro en vez de ampliar su coalición electoral. Esta tendencia se aceleró con el surgimiento de Trump en las primarias de su partido hace cuatro años. El actual presidente encontró una oportunidad en la politización de las tensiones raciales y culturales y logró movilizar a la clase trabajadora blanca, que se siente marginada por el ascenso de otras minorías que antes eran marginales en términos políticos y económicos. Trump ha sabido construir un relato según el cual él es el defensor de un pueblo y de una civilización amenazados por una diversidad que, si no es controlada, puede terminar por destruir la forma de vida americana.
Esta sensación de amenaza ha llevado a Trump y a su partido, que lo ha seguido de manera acrítica, a profundizar en la retórica divisoria y, en definitiva, en la polarización política. Pero ha sucedido algo aun más grave: muchos republicanos se han convencido de que la única forma de ganar es utilizando artimañas legales para suprimir el voto demócrata. Algunos ejemplos son los intentos de quitarle fondos al correo para evitar el voto postal o de reducir el número de centros de votación en algunos estados claves. En ese contexto, que el presidente no esté dispuesto a aceptar sin murmuraciones una posible derrota es sumamente preocupante y es parte de un proceso más grande de deterioro democrático.
Desde una perspectiva más global, la elección de noviembre se da en el contexto de una erosión democrática en diferentes regiones del planeta. Larry Diamond, uno de los principales investigadores de la evolución de la democracia, señalaba recientemente en “Foreign Affairs” que en cada uno de los últimos 14 años fueron más los países que experimentaron una erosión en sus derechos políticos y sus libertades civiles que los que experimentaron un fortalecimiento de los mismos. En enero del 2020, por primera vez desde el final de la Guerra Fría, el porcentaje de países que calificaban como democracias alrededor del mundo cayó por debajo del 50%. Los países más desarrollados también han experimentado turbulencias: según Freedom House, en 25 de las 41 democracias consolidadas la calidad de la democracia empeoró desde el 2006.
El camino hacia la regeneración democrática en Estados Unidos –un fenómeno del que hace solo un lustro nadie se imaginaría estaría en el centro del debate público– será muy difícil. Dados los altos niveles de polarización y el hecho de que el sistema electoral lo favorece, es difícil imaginar que el Partido Republicano sea derrotado por un margen tan alto como para perder la presidencia y el control del Senado. Esto significa que el ‘trumpismo’ como fenómeno político seguirá instalado en el viejo partido de Lincoln, incluso si Trump no logra ser reelegido. Solo una victoria de Biden logrará darle al mundo la posibilidad de regresar a algo que se parezca a la normalidad política y al multilateralismo que teníamos antes de que el populismo tomara por asalto a la política global. Y solo un triunfo de Biden logrará evitar que la democracia más admirada del último siglo entre en un camino de no retorno.