Diego Macera

A veces, los partidarios de un más intervencionista, con su dejo populista, ganan la partida porque construyen una mejor narrativa –es decir, la ganan legítimamente en la cancha política–. A veces la ganan porque tienen intereses creados de su lado (de burócratas, de jueces, de empresarios prebendarios, etc.). Pero a veces la ganan porque quienes abogan por sensatas a favor de libertades económicas y un Estado más eficiente simplemente se aburren de insistir en sus propias recetas.

Hace varios años ya, por ejemplo, se dejó de hablar de una reforma laboral. Ahora tímidamente se comenta, a lo más, que el nuevo incremento del salario mínimo perjudica a los más vulnerables. Pero de relajar las condiciones de despido o de reducir la carga de regulaciones absurda sobre cada aspecto de la relación laboral (vacaciones, gratificaciones, trabajo remoto, entre otros), casi nada. El compendio de normas laborales del régimen privado tiene nada menos que 1.733 páginas, y creciendo. A juzgar por las búsquedas de Google, la última vez que hubo interés en el tema fue a finales del 2018. Desde entonces, nada. La serie de derrotas, incluido el fiasco de la llamada ‘Ley Pulpín’, desanimó a muchos.

Otro ejemplo. Todos saben, sin lugar a duda alguna, que la descentralización política, tal y como fue concebida hace más de dos décadas, fracasó. Dividió el Estado en pequeños feudos fácilmente capturados por la corrupción y compadrazgo, con poca capacidad de ejecutar buenas obras públicas y aún menos de proveer servicios de calidad. La distribución del canon y regalías mineras es un desastre sin atenuantes. Pero, ¿quién se atreve a ponerle cascabel a ese gato? La reforma necesaria es mayúscula, y eso espanta a cualquier político de decirla en voz alta, por más evidente que sea. En algún momento, decidimos que ya no valía la pena dar esa batalla. Mejor darla por perdida nomás. Si millones se perjudican indefinidamente, ni modo, “así es la política”.

De la simplificación administrativa se escribieron toneles de tinta a inicios del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. Hoy se habla, con suerte, de una ventanilla única para la minería, que se promete desde hace varios años, y ahí va según el Minem, bien gracias. El tema ya agotó a varios. ¿Para qué insistir?

Podemos seguir con transportes, salud, educación, Petro-Perú, etc. El tema de fondo es que el hartazgo peruano de los últimos años no es solo con la política; los mismos políticos parecen estar cansados de su trabajo. Todas las mediciones de competitividad internacional, transversales o sectoriales, reflejan lo mismo: un país que ha perdido la fuerza para empujar ideas que hagan la diferencia.

Con estabilidad macroeconómica, el puede seguir avanzando, a paso lento, en los márgenes. Se puede seguir creciendo 3% anual con reformas de pie de página regulatorio, algunas concesiones de infraestructura nuevas, e inversión minera moderada. Pero eso no es una visión. Eso es desidia. Y es irresponsabilidad con los millones de peruanos que todavía no se integran a la clase media.

Porque, por encima del resto, es la obsesión por el crecimiento económico el tema que no debe caer en saco trillado. Se debe insistir, las veces que sean necesarias, que ese es el único camino para el desarrollo y la prosperidad. Si el resto de las políticas se pudiesen ordenar al menos con ese norte claro –como hicieron varios países de Asia hace algunas décadas–, mucho del resto del rompecabezas caería por su propio peso. Pero para eso se necesita reacción, ganas, y convencimiento de que lo mejor de la historia peruana todavía está por venir. Y al menos ese mensaje no debería aburrir a nadie.




*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es Director del Instituto Peruano de Economía (IPE)

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