Uno de los libros más vendidos de todos los tiempos arranca con la frustración de un niño que ha dibujado a una boa engullendo un elefante, que los adultos interpretan como un sombrero. El niño abandona su carrera de pintor y se convierte en aviador. A lo largo de su vida, sin embargo, repite la experiencia y le muestra su dibujo a aquellos con los que se cruza con la esperanza de encontrar a alguien capaz de ver el mundo desde su misma perspectiva, desde su misma esquina. Fracasa repetidamente y siempre recibe de adultos aburridos la misma respuesta: ahí solo hay un enorme sombrero.
La anécdota con la que Antoine de Saint Exupéry da pie a “El Principito” nos habla del candor, de la inocencia que los mayores hemos perdido y que nos impide ver el mundo con ojos de sorpresa. Ahí donde un niño piensa en las aventuras de una jungla salvaje donde una serpiente flaca se puede tragar un paquidermo, los “viejenials” vemos un aburrido objeto de ala ancha y alta copa. Un accesorio soso, utilitario, que no ofrece ni por asomo la esperanza de una buena historia.
Cuando Pedro Castillo llegó al poder, más allá de los temores que su propuesta económica despertaba, hubo cierto consenso de que su presencia en Palacio estaba cargada de simbolismo. Por más de que sus detractores quisieran negarlo, el hombre que había sido elegido para ocupar el cargo más importante del país provenía de un sector secularmente discriminado y sin mayor capacidad de influir realmente en los destinos del país, salvo a través de la protesta y la reacción callejera. Por eso Pedro Castillo decidió no quitarse el sombrero. Porque así reivindicaba su origen rural, de maestro, de hombre que ha trabajado, literalmente, con sus manos en la tierra. La promesa de una gran historia, la oportunidad de derrumbar prejuicios y cambiar paradigmas descansaban bajo ese accesorio chotano, tejido con paciencia por algún artesano que pasó semanas, sino meses tensando la paja.
A modo de corona de pobre, el sombrero se erigía como insignia de un nuevo poder. Uno que se inauguraba el año del bicentenario de nuestra existencia como República, como para recordarnos que doscientos años no pasan por gusto. Que a pesar de la desigualdad que nos ha acompañado como signo distintivo, la movilidad social sí existe, los estamentos de poder sí se renuevan. Ahí estaban Pedro Castillo y su sombrero, Guido Bellido y su chacchada de coca, el quechua presente en el Parlamento, un Perú provinciano abriéndose paso en los Pasos Perdidos y en el Salón Dorado.
Hasta que el hacedor del mito se encargó de sepultarlo. Debajo del sombrero no llegó ninguna historia esperanzadora, no se derrumbó ningún paradigma. El presidente, lejos de asesorarse como debe ser para asumir lo mejor posible las responsabilidades que se le habían encargado, se dejó engullir por el emblema de su gobierno, y el güito que lo identificaba como hombre de trabajo se transformó en la insignia de la ineficiencia, la falta de transparencia, la necedad. Calló cuando tuvo que explicar, huyó a su tierra cuando tuvo que dar la cara, dudó cuando hubo que tomar decisiones y el sueño del nuevo peruano en Palacio se convirtió en la pesadilla que hoy les cierra la puerta a otras propuestas que surjan de círculos tradicionalmente excluidos del poder. Por supuesto que los hombres y mujeres que vienen del sector rural no están impedidos de antemano de ser buenos presidentes, alcaldes o congresistas, pero a ver explíquenles eso a los discriminadores que están siempre listos a ningunear a cualquiera que no venga de su petit comité.
El sombrero que inauguró el año del bicentenario con una promesa de un futuro por lo menos original e interesante, hoy se ha transformado en ese objeto soso, sin expectativas, que desesperaba al aviador amigo de “El Principito”. A esperar para ver qué trae el 2022.
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