La campaña electoral debe ser entendida también como una oportunidad que tenemos cada uno de nosotros para reflexionar sobre el camino recorrido y el camino que aún nos queda por recorrer, en esa zigzagueante y difícil senda para construir el país que soñamos. Si no somos capaces de revisar con algo de distancia y perspectiva aquello en lo que hemos avanzado, podríamos cometer el grave error de no valorarlo lo suficiente y, por qué no, retroceder. Ese parece ser precisamente el caso de nuestra estabilidad macroeconómica. Diversos proyectos de ley del Congreso y promesas populistas de los candidatos ponen justamente en riesgo esa estabilidad que alcanzamos con mucho esfuerzo. Nos toca a nosotros, los votantes, valorarla en su verdadera dimensión. Asimismo, debemos exigirles a los candidatos que, en su lugar, se enfoquen principalmente en aquellos problemas que, aun cuando no tienen el glamour electoral de la promesa fácil, son los que realmente necesitamos resolver para dar los siguientes pasos hacia el desarrollo.
Ahora bien, ¿por qué debemos valorar dicha estabilidad? Con el sugerente título de “El largo camino hacia la estabilidad macroeconómica”, mis colegas Marco Ortiz y Diego Winkelried presentan con claridad cómo es que se logró el equilibrio macroeconómico del que ahora gozamos, así como los principales pilares que lo sustentan. Para aquellos que no comprenden la importancia de este logro, un dato esclarecedor que los autores ofrecen: en al menos los últimos ochenta años (periodo con información disponible), no se puede encontrar otro momento en nuestra historia en el que se tenga una alta tasa de crecimiento económico y una baja inflación. Los episodios anteriores de alto crecimiento han tendido a durar poco o a estar acompañados de alta inflación.
Los autores, además, presentan un ejemplo sencillo que nos ayuda a comprender la magnitud de este punto: un peruano de 20 años de edad ha experimentado durante su vida una inflación anual promedio de 2,5% y un crecimiento del PBI real de 4%; mientras que un peruano de 40 años, como yo, ha experimentado un crecimiento del PBI real cercano a 2% y una inflación anual promedio de más de 300%. Las enormes diferencias en las condiciones que uno y otro han tenido que enfrentar saltan a la vista.
Quizás eso explique por qué los más jóvenes dan por sentado con ligereza esa estabilidad económica en la que han crecido. Para los que tenemos más años y sufrimos, aun siendo niños, la debacle de los ochenta, el temor de recaer, en cambio, está siempre latente. Entender a cabalidad el valor de la estabilidad económica implica recordar (o explicar, según sea el caso) cuán dañinos pueden ser para nuestra vida cotidiana los periodos con desequilibrios macroeconómicos, en especial para los más pobres (no en vano los ochenta se caracterizaron por un crecimiento significativo de los niveles de pobreza en el país). En ese sentido, la estabilidad macroeconómica, que tanto nos ha costado alcanzar, no es negociable. Y si bien siempre se puede perfeccionar nuestro marco económico, el esfuerzo debería ser para asegurar la estabilidad en momentos de incertidumbre como la pandemia.
En lugar de medidas que puedan socavar la estabilidad macroeconómica, los políticos deberían enfocarse con mayor atención en el verdadero reto que tenemos por delante los peruanos: construir un Estado eficiente y sin corrupción que, a través de la provisión de servicios públicos de calidad, como educación y salud, pueda brindar verdaderas oportunidades a los más vulnerables. Es pues preciso entender que la estabilidad macroeconómica es la base (o el primer piso, de esa imaginaria casa que es el Perú) sobre la que debemos construir un país más justo. Solo así, con cimientos fuertes, podremos superar el golpe que ha representado la pandemia y generar un mayor bienestar para todos los peruanos, sin excepción.
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