En el mundo colonial, la escritura fue una cuestión de minorías. El Perú era una sociedad rural y andina, de una inmensa mayoría indígena. La dominación sobre el indio era el hecho decisivo. En este contexto, el papel de la llamada “ciudad letrada”, integrada por abogados, sacerdotes y hombres de letras, era fundamental, pues en su interior se producían los discursos destinados a nombrar lo que somos, así como a orientar a una población analfabeta que hablaba los idiomas nativos y que, reducida al silencio, escuchaba con gran respeto estos discursos que emanaban de la “ciudad letrada”.
Escribir era símbolo de un estatus social elevado, de manera que cultivar la expresión escrita se convirtió en un vigoroso afán de los miembros de la “ciudad letrada”. Esta disposición alcanza su momento más alto durante el auge de la cultura barroca. Y las secuelas las seguimos viviendo. En el horizonte barroco, la manera de decir tiene tanto o más importancia que aquello que se dice. El lenguaje se alambica y la grandilocuencia es el ideal del escritor. La oscuridad en el decir adquiere un cierto prestigio, pues significa tanto un alarde cultural del autor, como un desafío a la capacidad de interpretación del lector.
Los niños que empiezan su educación en la “ciudad letrada” aprenden a expresarse, elaborando versos en la inspiración de Góngora y el culteranismo. La imitación de la estética vigente en la metrópoli. Los temas favoritos se refieren a la mitología grecorromana. En realidad, el tema es más un pretexto, pues lo importante es desplegar una capacidad retórica en que la pretensión de elegancia es la virtud suprema. No es gratuito que este estilo de escritura estuviera asociado a un divorcio entre la escritura y la vida. En principio, la escritura es una tecnología muy poderosa para desarrollar el conocimiento reflexivo, la capacidad de nombrar y analizar la realidad. Pero esta capacidad se ve mermada por el culto a las formas que debilita el vínculo con el mundo, y convierte al decir en un espacio de lucimiento y afirmación de poder. Entonces, se entiende mejor la tendencia al dogmatismo entre los miembros de la “ciudad letrada”. La debilidad del espíritu crítico.
La estela del barroco llega a nuestros días. Se deja ver en lo “florido” de la prosa escolar y universitaria, en la reiteración de las mismas ideas en desarrollos discursivos que se asumen como elegantes y de buen tono, y que vienen a ocultar la pobreza de ideas. Pero aun más importante que la vigencia del “floro”, es la persistencia del dogmatismo, nuestra dificultad para trascender los conceptos de moda, nuestra incapacidad para pensar por nuestra cuenta y riesgo.
Por ejemplo, la visión que la izquierda de la década de 1960 tenía del país provenía de Moscú, Pekín y La Habana. Los ensayos por elaborar visiones más enraizadas en lo que ocurre en el país no son tomados en cuenta. Prima el dogmatismo: la realidad del Perú y de su futuro tendrían que ser como lo que ocurre en Cuba o en China. Entonces, toda la potencia moral que representa la izquierda y su búsqueda de justicia se extravía en el sectarismo, en propuestas de acción desconectadas de las posibilidades reales de la sociedad peruana. Y no es tan diferente la posición en que hoy se encuentra el pensamiento neoliberal. Las recetas tienen un efecto hipnótico que ciega a los intelectuales conservadores a las peculiaridades del Perú. Entonces se convierten en propagandistas de un credo de un solo artículo. El progreso, objetivo supremo, se logra mediante la adecuación de la realidad a los deseos del inversionista.
Pero ya desde fines del siglo XIX y principios del XX, surgen modelos de escritura que se alejan de este modelo colonizado. Ejemplos hay muchos, pero creo que es justo mencionar la prosa de José Carlos Mariátegui. Mariátegui solo terminó primero de primaria y desde joven, en el inicio de su carrera, se dedicó a la crónica, un género en que lo que vale es una síntesis precisa de acontecimientos definidos.
Forjar una capacidad de escribir según el razonamiento propio y eliminar el orgullo en torno a la capacidad de “meter floro” son tareas urgentes de la educación peruana. Y siguiendo la inspiración de Mariátegui, se debe privilegiar la capacidad de los estudiantes para elaborar crónicas, para narrar la vida cotidiana de una manera sencilla, pero que nos haga comprender lo que sucede.