Hace algunos meses leí sobre una fantástica iniciativa del “Sunday Independent” –la revista dominical del diario “The Irish Times”–. Ella consistía en pedir a sus lectores que escribieran la carta que, por una razón u otra, no llegaron a mandar. Ello a pesar de tener la intención de redactarla e incluso la misiva ya hecha y probablemente refundida en algún cajón de su casa.
Luego de una exhaustiva selección, se publicó un grupo de cartas en un pequeño folleto titulado “Lo mejor de las cartas que hubiera deseado mandar”. Al leerlas, me conmovió profundamente un patrón que se repite en la gran mayoría de ellas. Fue la muerte del amigo, de los padres, del hijo o del colega el evento que evitó compartir un recuerdo entrañable, trasmitir una frase de admiración, de consuelo y de agradecimiento a quien quizás la estaba esperando y desgraciadamente no le llegó. “¿Cómo puede ser que tanta sabiduría y tanto amor y gentileza desaparezcan para siempre? ¿Sabías lo mucho que te amaba y admiraba? ¿Me extrañas tanto como yo a ti? ¿Se te fue el dolor?”, le escribe Philzee a su padre recientemente fallecido. Y añade, a manera de despedida, “Fuiste mi roca y mi vida fue cubierta por tu gran amor, el que me protegió de la mortalidad. Ahora siento la sombra de la muerte y sé que nunca se irá de mi lado”.
De todas las cartas seleccionadas, en donde en líneas generales prima una suerte de arrepentimiento por aquello que no fue expresado a tiempo, me quedo con la escrita por la madre al hijo suicida y con la de la hija dirigida a su madre enferma. En la primera la madre escribe: “No puedo imaginar un futuro sin ti. ¿Te dije alguna vez que desde el momento en que naciste vi una luz que te rodeaba y que no podía quitar mis ojos de ti ni por un segundo? ¿Entiendes lo que significaría para mí perderte? [...]. Mi vida y mi espíritu serían destrozados al saber que no pude ayudar a mi hijo en su hora más oscura. ¿Cómo podría lidiar con la parálisis de la pena? Estaría constantemente llamando tu nombre y pensando dónde estarás […]. Por favor, quédate conmigo, Patrick. Te amo demasiado para dejarte ir”.
La hija apabullada por la terrible enfermedad que sufre su madre escribe: “Aquí estamos las tres: tú, yo y un impostor llamado demencia y la batalla es por tu alma”. Y narra: “Estamos listas para luchar y día a día vivimos los cambios que nos confrontan. Algunas veces es gracioso y otras demasiado triste”. Luego de perder la batalla las preguntas se dirigen a averiguar el nuevo estado de la madre, liberada de la enfermedad: “¿Estás caminando ahora? Danzando sobre el pasto verde bajo tus pies. Finalmente libre y activa. Mi querida madre, mi única y verdadera amiga”.
A lo largo de mi carrera he trabajado con muchas cartas, entre ellas la correspondencia completa de la campaña electoral de Manuel Pardo. He editado otro tanto, como el medio millar de la campaña militar del mariscal Nieto. También mi padre me enviaba una carta semanal mientras completaba mi doctorado en San Diego, y ellas son, junto con las fotografías de mis hijos y nietas, mis tesoros más preciados. Ya que las cartas encapsulan recuerdos pero también sentimientos profundos, muchas veces no expresados en su debido momento, me gustaría escribir unas líneas para dos mujeres que han fallecido recientemente y cuyas muertes me han llenado de tristeza.
A Chachi Sanseviero, amiga del alma además de propagandista entusiasta y generosa de mis libros, quiero decirle: “Te quiero mucho y me reconforta, en medio de la inmensa pena que me causó tu partida, el haberme despedido de ti antes de venir a Dublín. Guardaré por siempre en mi memoria cada momento que pasamos juntas en El Virrey y en La Punta, cuyas puestas de sol tanto te gustaban. Tengo frente a mí la foto que nos tomamos con Jack, tu perro amado, y que por esas cosas de la vida nunca te entregué. Eres ejemplo de compromiso, de lucha, de resistencia y de apuesta por el libro, ese invento maravilloso que nos hace soñar e imaginar un mundo mejor que este, tan imperfecto, en el que nos ha tocado vivir y del que andabas tan decepcionada últimamente. Sé que estas junto a Eduardo, tu compañero de toda la vida. Y el mío, al que tanto querías, te manda muchos besos y abrazos”.
A Eyvi Ágreda quiero decirle: “Como mujer me enorgullecen las enormes ganas que tenías de triunfar y salir adelante por tus propios medios. Dejaste tu nativa Cajamarca para labrarte un futuro en Lima, una ciudad difícil y hostil. A pesar de ello la tomaste por asalto y mostrabas, a través de tus fotografías, lo feliz que eras y lo bien que la estabas pasando mientras concretabas tus sueños. Fuiste víctima de un feminicidio no por un designio del destino sino porque existe en el Perú una cultura machista, la que subyuga a las mujeres y, en el peor de los casos, las asesina ante su resistencia al sometimiento. Te prometo no olvidar tu nombre, ni tu sonrisa ni tu lucha por seguir viviendo. Tu crimen ha creado un hito histórico y tu sacrificio nunca será borrado de la memoria de las que luchamos por la igualdad, el respeto, la libertad y la dignidad de todas las mujeres peruanas”.
Aunque poderosas, por el efecto que producen en nuestras consciencias, las cartas tardías no deberían de existir si aprendiéramos a ser más sensibles y espontáneos, compartiendo ese afecto que tanta falta nos hace en este mundo robotizado donde lo que se va imponiendo es la crueldad y la lucha por el poder, cueste lo que cueste.