Llega un mensaje a tu celular. Alguien te ha etiquetado en una foto. A menos que estés a cargo de un trasplante de corazón en curso o que el aviso te agarre justo mientras huyes de un ‘marca’, dejas lo que sea que estuvieras haciendo y sucumbes a la tentación del paréntesis. Y te encuentras con una foto de hace como 20 años, en la que apareces vestido y peinado como jamás volverías a hacerlo y como todo el mundo hacía entonces. Qué risa, qué nostalgia, qué vergüenza. Abandonas el mundo-a-través-del-smartphone y cierras paréntesis. O eso creías. Miras a las personas a tu alrededor: ya nadie se viste ni se peina así. Ahora todos lo hacen de otra forma –de la misma forma que tú–.
Podemos no saber muy bien de dónde vienen los “dictados de la moda”, pero es innegable que somos seres vulnerables a su poderosa influencia. Hay algo en nuestro carácter social, un impulso por no quedarnos fuera, que nos lleva a buscar mantenernos en relativa sintonía con los ondulantes gustos de quienes hacen parte de nuestro grupo de referencia. De ahí los cambios en el estilo de las gafas, en el diámetro del reloj de pulsera o en el grosor de las cejas; la adopción de ciertas palabras, el retoque en la nariz o en el pecho o la ‘necesidad’ de estar todavía más flaca.
Esta influencia social no solo se transmite sino que se refuerza a través de los medios de comunicación masiva. Y si bien en muchos casos este juego de espejos no tiene consecuencias de cuidado, hay otros en los que sí vale la pena detenerse a pensar si es preciso hacer algo. Así ocurre, por ejemplo, con la relación entre la extrema delgadez de algunas modelos y la peligrosa incidencia de severos desórdenes alimenticios en adolescentes que pugnan por encajar en el asfixiante molde que la sociedad sanciona como bello.
Similar estrechez de parámetros estuvo en discusión esta semana, a propósito de la guía de regalos de Saga Falabella, que presentaba a cuatro niñas blancas y rubias sosteniendo sendas muñecas casi idénticas a ellas. El asunto, que ha generado opiniones a favor y en contra, no pasa por ver cómo regular el porcentaje de participación de nuestras diversas razas en cada foto publicitaria. Porque el problema no es la foto, sino la claridad con la que esta refleja nuestra arraigada costumbre de representar lo bello, lo exitoso o lo deseable con absoluta exclusión de personas cuyos rasgos y color de piel son los que predominan en nuestro país.
No nos confundamos, entonces. No necesitamos una sociedad con fotos publicitarias que cumplan con un mandato legal de cuotas de diversidad. Lo que necesitamos es una sociedad en la que deje de ser costumbre que algunos de sus integrantes resulten siempre invisibles. Una sociedad que pretenda organizarse, como la nuestra, alrededor de principios democráticos y de libre mercado debe procurar ser un retrato del que todos podamos sentirnos parte.