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Hugo Coya

Dicen los cronistas virreinales que un día como hoy, en 1578, la hoguera de la Inquisición ardió en medio de la Plaza Mayor de Lima para consumir la vida de quien fuera el fraile dominico Francisco de la Cruz, considerado uno de los mayores teólogos y pensadores de la etapa colonial. ¿Cuáles fueron los delitos que se le imputaron para merecer semejante castigo este maestro español de novicios, uno de los primeros catedráticos que tuvo la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y quien luego se tornó su rector?

Intentar cambiar el orden político y social del naciente virreinato del Perú al punto de pretender autoproclamarse el nuevo rey y Papa, preconizar una profunda reforma en la Iglesia Católica, reclamar que la sede del Vaticano sea trasladada de Roma a Lima, vaticinar el Apocalipsis con la inminente destrucción de Europa, defender el fin del celibato, la eliminación de la confesión, así como otras propuestas consideradas sacrílegas.

Tras un proceso que demoró siete largos años y acumular un expediente que abarcaba alrededor de 1.700 páginas, el clérigo, quien, paradójicamente, había sido uno de los mayores promotores de la instauración de la Inquisición en Lima, fue declarado “Papa-Anticristo” y “Rey-Emperador de sacro-imperios demoníacos”, solo por mencionar algunos de los varios calificativos grandilocuentes que se le indilgaron. Una auténtica ironía en la historia de una nación pletórica de capítulos con desencuentros enormes y hechos inesperados.

El caso de Francisco de la Cruz ha merecido numerosos estudios, provocando un intenso debate entre historiadores y juristas acerca de cuáles fueron las verdaderas motivaciones que condujeron a la aparición de este singular caso de un reformista e iluminista católico en tierras americanas en este tramo del siglo XVI, cuyas similitudes, sin lugar a dudas, parecían guardar relación con la Reforma Protestante que impulsó pocos años antes el alemán Martín Lutero.

Algunos alegan que las profecías del español, en realidad, no fueron fruto de sus desvaríos, sino de las torturas a las que fue sometido para que confesara los crímenes por los que se le condenó a morir quemado. Dicho proceso, según estas versiones, habría estado plagado de una serie de vicios porque su verdadera índole era enmascarar el sistema de corrupción que denunciaba, esconder las injusticias que apuntaba y frenar el movimiento fundado por él, puesto que ganaba numerosos adeptos dentro y fuera de la Iglesia.

Su doctrina tenía, entre sus estandartes más visibles, la defensa, el respeto a la dignidad de los nativos, el rechazo a los abusos y la explotación despiadada a los indígenas, la evangelización en idioma originario, tal como lo postuló también Bartolomé de las Casas.

No es menester de quien escribe estas líneas atribuirse autoridad alguna sobre este tema o conocimiento riguroso acerca de algo que solo los más versados en asuntos históricos podrán dilucidar con mayor sapiencia y profundidad. Apenas se pretende dejar sentado que, más allá de lo extravagantes que pudiesen sonar algunas de las propuestas de Francisco de la Cruz, hubo alguien, hace exactamente 441 años, que reclamó, en esta Ciudad de los Reyes, que había demasiados peruanos que se encontraban al margen de aquello que se concebía entonces como progreso, que exigió respeto por el diferente, que pretendió cambiar el papel de conquistador en tierras extrañas, que intentó entenderlos e hizo suyas las exigencias de quienes consideraba desvalidos.

A la luz de los convulsos momentos que vive el Perú y el mundo, la memoria de Francisco de la Cruz se transforma no solo en un recuerdo necesario como urgente, más aun cuando nos encaminamos a la celebración del de la independencia nacional.

Se necesita reflexionar acerca de qué país estamos construyendo para el futuro, ya sea que pensemos en soluciones definitivas y reales donde prime el bien común en conflictos sociales como , al buscar que se combata con severidad la corrupción en todas sus instancias, al introducir reformas políticas profundas, al dotar de garantías a las personas que denuncian haber sido víctimas de abusos sin que corran el riesgo de represalias judiciales.

Es decir, deambular en el sentido contrario por el que transita gente cuyas ideas se intersectan con el retroceso, el inmovilismo, el mantenimiento de estructuras caducas, como aquellos que se sienten atraídos por teorías burdas que exponen, por ejemplo, a que los niños contraigan enfermedades que estaban en franco retroceso al oponerse a las vacunas o sustentan que la Tierra puede ser plana, a pesar de las innumerables evidencias científicas que ha recopilado la humanidad a lo largo de siglos.

Rescatar el lado positivo del mensaje de Francisco de la Cruz y de personas que –como él– pretendieron y pretenden cimentar una sociedad distinta, en la que hayamos quebrado las vergonzosas cadenas mentales que aún arrastramos. Entender que es hora de hacer cambios más allá de la superficie, de condenar al destierro, para siempre, las actuaciones extremas de todos lados, que nos han conducido a la separación, al atraso, a las luchas intestinas, a la muerte, como si la Inquisición nunca hubiese llegado a su fin y estuviésemos aguardando para condenar al próximo Francisco de la Cruz que se le coloque en frente. En suma, hacer que el Perú mire el porvenir con mayor optimismo porque tenemos la certeza de que avanza rumbo a convertirse en un país mejor, más abierto, más próspero, más inclusivo para nosotros y las próximas generaciones.