La guerra con Chile fue probablemente el acontecimiento más importante de nuestra historia republicana, dadas las consecuencias que en el corto y largo plazo tuvo para la política y la economía nacionales. La memoria que los historiadores y el sistema educativo construyeron sobre ella ha sido, por su parte, un elemento clave para la formación de una identidad y una conciencia entre la población en torno a la peruanidad.
Para empezar, creo que más apropiado que el nombre de Guerra del Pacífico, que es el que de ordinario recibe, sería el de ‘Guerra del Salitre’, por ser la posesión de este fertilizante el desencadenante del conflicto. Hubo otras conflagraciones que tuvieron como teatro de operaciones el Océano Pacífico, como el enfrentamiento entre Estados Unidos y Japón, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, o el de China contra Inglaterra en el siglo XIX, conocida como la Guerra del Opio.
En la semana que concluye se realizó el III Congreso de la Asociación Peruana de Historia Económica en la ciudad de Arequipa, coorganizado con la Universidad Nacional de San Agustín y la Universidad Católica de San Pablo. Una de las mesas tuvo como tema la Guerra del Pacífico. Fue interesante y saludable ver a historiadores peruanos y chilenos debatir sobre los orígenes económicos de un conflicto que ahora podemos contemplar con la serenidad de cinco generaciones de distancia.
Los historiadores chilenos Carlos Donoso y Sergio González presentaron una línea de interpretación sugerente, en la que la renegociación entre los gobiernos del Perú y Bolivia del acuerdo aduanero que mantenían desde 1848 ocuparía un lugar central. Según este acuerdo, el comercio boliviano de importación discurriría por los puertos peruanos del sur. Principalmente por Arica, pero también por Quilca y Mollendo. Este último puerto cobró relevancia desde 1876, a raíz de la culminación del ferrocarril del sur, que unió Mollendo con Puno, que había sido priorizado por el gobierno peruano sobre otras líneas férreas, precisamente con vistas a reforzar la conexión de la economía boliviana con el sur peruano. Esta conexión tenía largos antecedentes desde tiempos coloniales, pero se había visto relativamente amenazada por el crecimiento del puerto de Buenos Aires desde el siglo XVIII, que se ofrecía como una vía alternativa para conectar a la economía de Bolivia con el mercado mundial.
De acuerdo con el arreglo de 1848, que puso fin al conflicto desatado por la invasión boliviana del sur peruano en los años previos, los puertos del sur peruano recibirían las importaciones bolivianas, aplicando el gobierno del Perú sus leyes arancelarias y transfiriendo al gobierno boliviano una cantidad de dinero que compensaba los derechos de aduanas pagados al fisco peruano por las mercaderías destinadas al territorio boliviano. En 1864 se fijó en 400.000 soles de plata esta cantidad, que el Perú entregaba en armadas mensuales de 33.333 soles. Esta suma representaba una proporción no desdeñable de los ingresos del fisco boliviano. Resulta llamativo, sin embargo, como destacó Donoso en su presentación, que Bolivia confiase a su vecino un área de gobierno tan delicada. A cambio de prescindir del mantenimiento de sus propios puertos y oficinas de aduanas, el país altiplánico dejaba en manos del Perú la llave de su comercio exterior.
Ello tendría una explicación en que las rutas para el transporte de mercadería desde el puerto boliviano de Cobija, en la costa de Antofagasta, eran mucho peores que las existentes desde Mollendo o desde Arica. Desde la época colonial este puerto había sido el “ascensor de Potosí”; vale decir, el punto por el que salían las exportaciones de la minería alto peruana e ingresaban los insumos necesarios para ella como, por ejemplo, el azogue y los instrumentos de fierro. Era algo así como el puerto natural de Bolivia.
Sin embargo, en vísperas de la guerra de 1879, el gobierno boliviano de Hilarión Daza pidió que la remesa anual del Perú se incrementase a la cantidad de 800.000 soles de plata: el doble de la suma vigente. El Perú se negó, argumentando que los impuestos pagados por las mercaderías destinadas a Bolivia no rendían tanto como para justificar dicho incremento. Necesitado de ingresos, el gobierno de Daza aplicó entonces un impuesto a las exportaciones de salitre de su territorio, en manos principalmente de empresas chilenas.
Sobre el papel, este impuesto favorecía los intereses peruanos, pero nadie sabe cómo terminarán las cosas. Entre 1876 y1878, a fin de enfrentar la disminución de las ventas de guano, el Perú había expropiado los yacimientos y las oficinas salitreras de Tarapacá, convirtiendo las exportaciones de salitre en un monopolio estatal. Con el impuesto, el salitre boliviano tendría que elevar su precio, favoreciendo así la venta del salitre peruano.
La historia, sin embargo, tomó otros caminos: las empresas chilenas rehusaron al pago del impuesto y, ante la amenaza de su expropiación por parte del gobierno de Bolivia, el ejército chileno ocupó el litoral boliviano en el inicio de 1879. La guerra, en la que el Perú terminaría envuelto, había comenzado.
La dependencia que de la exportación de las materias primas tuvieron los gobiernos sudamericanos para nutrir sus arcas fiscales trajo como consecuencia no solamente la volatilidad de los ingresos del gobierno (que padecemos hasta el día de hoy), sino también la guerra por los recursos. Habrá que seguir investigando la línea de interpretación propuesta por Donoso, pero sin duda fue recién cuando el Perú perdió sus yacimientos de guano y de salitre con la guerra de 1879 que el país procedió a una reforma fiscal que volvió mucho más estables, aunque también más reducidos, los ingresos estatales. Pero con el estallido de la Primera Guerra Mundial otra vez las exportaciones de materias primas se volvieron rutilantes y el sistema fiscal volvió a prenderse de ellas, aunque esta vez por la vía del impuesto y no por la de la expropiación, como había sido el patrón del siglo XIX. Una muestra de que, al menos en este terreno, habíamos sacado una lección de la historia.