La soledad de un jugador que mete el gol de su vida en silencio, con las tribunas vacías, sin el calor de una hinchada que perdería la voz en un grito celebratorio. La de un niño que sale al parque y se cruza con su mejor amigo con el que ya no puede jugar. La de esos abuelos que bailan con sus nietos desde una ventana, desde un balcón, o desde el Zoom que con tanto esfuerzo han aprendido a usar.
La soledad de ese adolescente cuyo sueño de no ir al colegio se convirtió en la pesadilla de no coquetear más con la chica que le gusta, o la de ese hermano del enfermo que hace cola todos los días para llenar un balón de oxígeno, que ya no sabe a quién pedirle prestado para conseguir ese medicamento que evite que la entubación le destroce la garganta a su enfermo. La soledad del científico que ve con angustia que somos el país con más muertos por millón de habitantes del mundo, y que ya se cansó de dar recomendaciones que el Gobierno no toma en cuenta.
La soledad de la madre, cuyo niño autista, ha dejado de asistir a terapias y no tiene cómo calmarlo; la del vendedor de artesanías que ruega que alguien se lleve, aunque sea, un par de mitones. La de la enfermera a la que se le agotó la entereza para ver morir a un paciente más y la del paciente de UCI, echado boca abajo, que percibe que su vecino de cama ya dejó de respirar.
La soledad del padre que pierde a un hijo en una discoteca de mala muerte y la del policía que fue a hacer un operativo y carga con una desgracia que no entiende bien en qué momento se desató. La soledad del pensionista que tiene la ilusión de que le devuelvan un dinero que no existe, la del niño que camina kilómetros para encontrar una señal de Internet, la de la profesora que trabaja hasta diez horas al día, prendida del WhatsApp, tratando de completar la lección con sus alumnos a los que ya no les puede decir que se sienten derechos.
He conocido muchas soledades a lo largo de mi vida. La del propio aislamiento que se atesora para crecer, para aprender a estar con uno mismo. La de un amor que se va sin explicar nada y nos deja con un hueco en el alma que solo llenan la angustia y la ansiedad. La de la muerte de un ser querido al que extrañamos cuando tenemos ganas de llamarlo por teléfono y nos damos cuenta, una vez más, que ya no está. La de la depresión que resulta imposible de arropar, aunque estés rodeado de todos los que te aman desesperados por abrazarte.
Pero si algo ha traído esta época, en la que estamos amordazados por una mascarilla que nos impide gritar, son nuevas orfandades. Nuevos abandonos en los que uno se da cuenta de que extraña tanto. Una paz a la que nunca prestamos atención, hasta que nos invadió el miedo. Hasta que tomamos conciencia de nuestra absoluta vulnerabilidad como individuos y como especie.
Todos los días me toca atender y procesar un mar de soledades del público que llama a la radio pidiendo, agotado, que lo acompañemos en su desconcierto ante la súbita muerte, la angustiante pobreza, o ante ambas. Y todos los días somos testigos y protagonistas de estos extraños y nuevos desamparos que, quien sabe, quizás nos ayuden a despertar una solidaridad también distinta, capaz de llevarse lejos nuestro pavor al otro. Al mundo. A nosotros mismos.
Suena en mis audífonos ‘Have you ever seen the rain coming down on a sunny day?’ (¿Has visto alguna vez la lluvia cayendo en un día soleado?)... La estamos viendo...