"La huella del yunga", por Josefina Barrón
"La huella del yunga", por Josefina Barrón
Redacción EC

Esta mañana de domingo, un limeño de 47 años estará emprendiendo una fantástica aventura montado en una bicicleta y a través del desierto de Marruecos, odisea de 700 km que deberá completar en tan solo seis días por entre terrenos escarpados, gargantas, uadis, cañones, llanuras pedregosas, a pesar del poder de los vientos, que allá son recios, del sol que con toda su furia arremete durante el día y del intenso frío que gobierna la soledad apenas cae la noche. Las montañas del Atlas y el paso del Erg Chebbi serán parte de la bitácora de esta carrera a la que se ha llamado Titan Desert. Es primera vez que un peruano acude. Pero es uno yunga.

Pierre Barrón es mi hermano y no es el único de la familia que acepta el desafío de una duna, que anda sobre la grava con la libertad del zorro, que sortea el cauce seco de los ríos como quien navega, que burla las cactáceas, que se abre paso en la polvareda y opta siempre por caminos abruptos. Jacques, el mayor de mis hermanos, se propuso terminar el Dakar en su humilde y noble moto. Fueron muchos los rally Dakar que comenzó. Al final, roto y entero, logró su sueño. Pero mucho antes, cuando yo era niña, recuerdo a mis padres trepando El Maldito, allá en Paracas, conquistando médanos, subiendo y bajando los cerros de Manchay, cargando el desierto, denso, difícil y manipulador en sus espíritus. Las veces que me llevaron con ellos fui plenamente feliz sobre los arenales de una Lima que poco a poco los va perdiendo.

No cabe duda de que los limeños somos yungas, hijos de un desierto que debimos reinventar para sobrevivirlo desde muy atrás en el tiempo, apenas dejamos de trashumar y echamos una semilla en la pampa sedienta. Siempre abrimos huella en caminos inéditos, igual al pintor sobre un lienzo en blanco que vuelve suyo. Así como hoy hacen los moteros, los que practican bicicleta de montaña, los que montan sus areneros y los que surfean en sus pequeñas tablas. Cada uno de los valles que salpican la franja costera peruana, desde Tumbes hasta Tacna, es un oasis cultural, creación humana, porque debimos construir sobrevivencia y la superamos. Debimos atrapar el agua que tímida e intermitentemente llegaba, dirigirla, verdear lo inimaginable, alimentarnos, vivir, fluir en la aridez. De ahí las chacritas, las acequias, los canales, las lomas que esperan la garúa para asomar, los caminos prehispánicos que nos remontan a una historia que no ha cesado de escribirse, porque los yungas aún trazamos estrechos senderos sobre los pliegues de las estribaciones costeras. Somos pastores, viajeros, moteros, bicicleteros, caminantes, hijos de la sed, del polvo, de una vida sin lluvia ni rayo, ni trueno ni relámpago, donde el mar ofrece esa preciada agua dulce, donde en el subsuelo brilla el arco iris.

Pierre, como Jacques, como Ríos, como Kike Pérez, como Nico Gonzales e Ignacio Flores, como Vellutino y Heinrich, como tantos otros recios peruanos que a motor o a puro músculo abrieron huella en la nada, nos muestran qué tan beneficioso ha sido, a lo largo de la historia, crecer y creer en el desierto. Nos ha hecho fuertes. Recios. Ser una estirpe de gente que se inventa la vida.