(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Uno de los episodios de nuestra historia decimonónica que aún me conmueve –a pesar del tiempo transcurrido– es el asesinato, por orden del subprefecto Andrés Recharte, del líder indigenista Juan Bustamante y 71 indios en las alturas de Pusi. Para los que no lo recuerdan, Bustamante (1808-1868), considerado el pionero de la lucha por los derechos de los indios –entre ellos el de contar con una ciudadanía efectiva– fue despojado el 3 de enero de 1868 de su ropa, colgado de los pies en un árbol de la plaza principal del pueblo y decapitado de un par de machetazos. El día anterior, sus compañeros de lucha contra los abusos de las autoridades locales y contra una casta gamonal enquistada por décadas en la región de la que Bustamante fue representante ante el Congreso fueron confinados en una pequeña vivienda campesina y quemados vivos. Cuentan los testigos que los gritos de dolor eran desgarradores y se escuchaban a varios kilómetros a la redonda. No conforme con orquestar esta suerte de didáctica macabra, el subprefecto Recharte ordenó que Bustamante cargara los cadáveres de sus compañeros de armas y los depositara en una gran fosa común que ordenó cavar a las afueras de Pusi.

La historia de horror y de barbarie en el corazón del sur andino recuerda las atrocidades cometidas hace algunas décadas en Ayacucho y en otros rincones del Perú. Sin embargo, la comparación no termina ahí. Recharte salió libre de polvo y paja en el juicio que se le siguió por sus múltiples crímenes. A los pocos meses de perpetrar lo que hoy sería caracterizado como un crimen de lesa humanidad, el subprefecto caminaba orondo por las calles de Lima. Desafiaba así a una opinión pública que condenó el asesinato masivo de todas las formas posibles. Recharte apeló a esos fueros judiciales provincianos ante los cuales el frágil Estado Peruano simplemente bajó la cabeza. Es por ello que logró que su acusación fuera sobreseída (es decir, cubierta por el velo del olvido). Contar con el apoyo de jueces y fiscales, afines a su causa, le permitió eludir a la justicia por el asesinato de 72 peruanos, además de la deportación de comunidades enteras en lo que se denominó “la ley del terror”. De ello se deduce que tal como la corrupción debilitó económicamente a la república, la impunidad fue socavando uno de sus pilares principales: la justicia.

El execrable crimen de Bustamante, que muestra la existencia de redes criminales y la manera como ellas operaban y se protegían entre sí, ocurre durante la “pax castillista”. Fue en un escenario de conflicto armado intermitente, de “prosperidad falaz” generada por el guano, de intenso debate intelectual (cómo no olvidar el papel de la Sociedad Amiga de los Indios fundada por iniciativa de Bustamante), de corrupción desatada y de movilidad social acelerada donde se forjan las bases del Estado Peruano moderno. Juan Bustamante muere masacrado, justamente durante este período histórico, lo que evidencia los límites del liberalismo (incapaz de penetrar los fueros mafiosos enquistados por décadas en las provincias) y el predominio de camarillas, a lo largo y ancho del Perú. Voces provincianas apostando por el cambio (la segunda independencia la llamaban) son las de los hermanos Gálvez o la de Simeón Tejeda en la Convención Nacional que, bueno es recordarlo, fue clausurada entre gallos y medianoche por un subalterno de Ramón Castilla. Ello ocurrió cuando sus aliados de turno, los liberales, se convirtieron en un estorbo para sus propósitos que eran, básicamente, preservar el poder de los militares además de las prebendas obtenidas, por ellos y sus aliados, a lo largo de varias décadas.

Lo que hemos visto y escuchado en los “audios de la vergüenza” escarapela el cuerpo porque nos enfrenta cara a cara a una situación que muchos sabíamos estaba ocurriendo (no por décadas sino siglos) pero sobre la cual no teníamos pruebas tan contundentes. Porque el copamiento del por parte de una trama criminal que mora y se reproduce en los sótanos de la república –con la finalidad de parasitarla– viene de una larga data. A pesar de que existen jueces, fiscales y vocales probos, es la red “hegemónica” –como la define uno de sus miembros– la que impone una agenda meramente personal por no decir corrupta y desvergonzada. Una confederación de intereses personales –asociados para extraer la savia del Estado y la sociedad– es la que finalmente impide cumplir con el designio enunciado en la primera Constitución de la República: la búsqueda del bien común. En lugar de ello lo que reina es la rapacidad, la vulgaridad, la falta de respeto por el cargo y por el Perú, la cuchipanda, la búsqueda desesperada de prebendas y negociados, olvidando que la única tarea de un magistrado es impartir justicia. Es justamente por ello que durante su investidura se le otorga esa medalla simbólica con la bandera peruana que muchos se cuelgan para avalar fechoría y media.

“Acá no entran los mejores, acá entran los mejores amigos” es una frase de un “magistrado” peruano que contradice uno de los principios fundamentales de la república temprana: la meritocracia. Porque si uno lee con detenimiento los escritos de sus fundadores, una de las razones subjetivas de la independencia es el desprecio por la inteligencia nativa –lo dice Hipólito Unanue– de parte de una camarilla corrupta, que privilegiaba el amiguismo y el cohecho sobre el trabajo y la excelencia. Cuando Faustino Sánchez Carrión sale a defender la opción republicana, que el tucumano Bernardo Monteagudo criticaba como no apta para el Perú, el Solitario de Sayán pronunció esa frase lapidaria: en una monarquía “seríamos excelentes vasallos pero nunca ciudadanos”. En vísperas de nuestro levantemos, una vez más, las banderas de la justicia, de la decencia, de la libertad en todas sus dimensiones y del amor por el Perú. La lucha por la institucionalización de la República del Perú, que hoy atraviesa una de sus horas más aciagas, es el mejor homenaje a quienes nos la dieron y ofrendaron su vida por ella.

Coda: Como chalaca, va mi profundo agradecimiento a Gustavo Gorriti y a todo el equipo de IDL-Reporteros, al juez Serapio Roque Huamancóndor y a la fiscal Rocío Sánchez Saavedra. Espero que el develamiento de las redes corruptas, que viven y se reproducen en el Callao, sea el inicio no solo de su liberación sino del bienestar que merece y que las mafias organizadas le han negado sistemáticamente.