La disolución del Congreso es un hecho. No es un hecho constitucional, al menos si entendemos por constitucional “de acuerdo con la Constitución”.
La Constitución faculta al presidente a disolver el Congreso “si este ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros” (art. 134).
La Constitución no dice que se pueda disolver el Congreso si el presidente (o alguna otra persona) interpreta que se haya negado la confianza. El que tiene que negar es, claramente, el Congreso.
“Él me ha negado” no es fundamento constitucional; es: “Yo te niego”.
El 30 de setiembre, el presidente del Consejo de Ministros pidió el voto de confianza. Propuso una reforma a la ley orgánica del Tribunal Constitucional. El proyecto incluía una disposición transitoria: “Se aplica incluso a los procedimientos que se encuentren en curso, los cuales deberán ser adecuados a esta”.
El Congreso aprobó el voto de confianza. El presidente Vizcarra, casi en paralelo, dio por rechazado el voto de confianza y disolvió el Congreso.
¿Puede el presidente disolver el Congreso porque él dice (y no el Congreso) que se le ha negado la confianza? ¿No corresponde al Tribunal Constitucional interpretar la Constitución?
El presidente Vizcarra tomó en sus manos esta facultad que solo le corresponde al Tribunal Constitucional: la de intérprete de la Constitución. Interpreta para disolver a la oposición.
El “voto de confianza” es, inevitablemente, un voto. En el reglamento del Congreso dice que, después de debatida aquella, “el resultado de la votación será comunicado de inmediato al presidente de la República, mediante oficio firmado…” (art. 82, reglamento del Congreso).
La decisión del Congreso se expresa verbalmente en un oficio, que contiene el resultado de la votación. La “denegación fáctica” es una interpretación; una interpretación ni siquiera de un texto, sino de actos y sucesos de una tumultuosa sesión.
Interpretación ¡para echarse abajo a un poder del Estado!
El Congreso, según su reglamento, podía debatir y votar la cuestión de confianza en la misma sesión en la que se presentaba o en la siguiente.
El presidente anunció la disolución minutos después de la aprobación en el Congreso. No esperó el oficio legalmente requerido. Precipitó los tiempos.
El presidente ejerció como máximo intérprete de la Constitución. Lo confirma el decreto de disolución: “Por esta negativa de suspender el procedimiento de selección de magistrados…” (D.S. 165-2019-PCM).
¿Por esta “negativa” a hacer lo que yo mando? ¿No debería decir “por la negativa del Congreso expresada en el oficio N°…”?
La materia de fondo tampoco es constitucional. El Ejecutivo considera que se le negó la confianza ‘en los hechos’, al no interrumpirse el proceso de selección de magistrados del TC.
La cuestión de confianza se presenta para políticas de gobierno. Si el Congreso impide que un ministro realice su programa de acción gubernamental, procede el recurso.
La elección de magistrados del TC es, además, exclusiva facultad del Congreso, según la Constitución. El Ejecutivo no puede reemplazar al Congreso en esta función. Menos, por supuesto, plantear cuestión de confianza para lograr interrumpir un proceso en curso que es ¡facultad parlamentaria!
La disolución del Congreso se basa en este supuesto. Es evidente que, a la luz de la ley y la Constitución, se trata de un pretexto.
Esta disolución no se apoya en las leyes, sino en voluntades. La voluntad del Ejecutivo ha sido disolver el Congreso. También fue la de la mayor parte de la opinión pública, por cierto. Ese es el nuevo fundamento, en reemplazo de la ley.
El Congreso ha sido políticamente torpe, se ha desprestigiado a sí mismo muchas veces y ha albergado a varios corruptos. Nada de eso, sin embargo, es motivo para quebrar la ley y la Constitución.
No se puede combatir la infracción a la ley infringiendo la ley. El gobierno quería coronarse ante la opinión pública, y lo ha logrado, sin duda. Para lograrlo, sin embargo, quebró la Constitución, y lo hizo en su propio núcleo: la separación de poderes.
Todo se normalizará, por cierto. Después de todo, aquí no manda la ley, sino un iluminado intérprete de la Constitución.