Finalmente recibí la noticia oficial de mi cese como embajadora en Irlanda. Las razones no tienen que ver ni con mi mérito, ni con mi honestidad, ni con mi capacidad intelectual y mucho menos con los servicios prestados, a lo largo de doce meses, a la República del Perú. Conozco bastante bien cómo funciona el Estado Peruano e intento seguir su lógica, que, salvo excepciones, deriva de su urgencia por preservar un poder que casi siempre es volátil. Este comportamiento que lo lleva a vivir a la defensiva viene de antiguo porque desafortunadamente nació débil y vulnerable. Recuerdo que cuando el canciller Luna me ofreció el cargo de primera embajadora del Perú en la tierra de mis bisabuelos, irónicamente le comenté: “Espero que mi misión no se asemeje a la que Simón Bolívar e Hipólito Unanue enviaron en 1825 a Londres”. La cual atravesó una serie de penurias debido a la inestabilidad política que reinaba en el Perú posindependencia.
Cuando me embarqué con rumbo a Dublín, dejando mi hogar, mis hijos, mi madre, mis nietas, mis amigos y mi cátedra en Sewanee, traje en mi bolso el retrato de José Gregorio Paredes, jefe de la abortada misión en Londres. Fue el recuerdo de quien diseñó nuestro escudo patrio junto con el del presidente Valentín Paniagua –cuya fotografía coloqué en mi oficina– y el de mis bisabuelos, Tomás y Martha McEvoy, lo que me inspiró y fortaleció en un año de múltiples pruebas.
Abrir una embajada es una tarea sumamente complicada y mucho más si ello ocurre en medio de eventos tan traumáticos como los vividos por millones de peruanos en este año, que pasará a la historia como uno de los más dramáticos de nuestra vida republicana. Porque fue en el 2018, a cuyo inicio partí ilusionada a la tierra de Oscar Wilde, cuando se desnudaron todas nuestras miserias acumuladas a lo largo de los siglos. Mes a mes, por no decir semana a semana e incluso día a día, llegaban a las oficinas de la misión peruana en Dublín las noticias más amargas de una república acorralada por sus enormes contradicciones. En medio de una maraña de escándalos interminables, que atentaban contra la dignidad de la nación que yo representaba y además intentaba instalar en el imaginario colectivo de un país amigo, entendí con meridiana claridad lo que significa ser un funcionario público en el Perú. Ni más ni menos que el inquilino precario de un territorio dominado por la contingencia más absoluta y donde resulta casi imposible definir proyectos y mucho menos hacer planes en el largo plazo.
Sin embargo, y en líneas generales, mi experiencia ha sido muy productiva y no dudo que me servirá para enriquecer mi labor académica. Porque al Estado se le conoce solamente desde dentro y en mi caso particular mediante la puesta en marcha de una tarea específica. La que consistió en construir un lugar, una imagen además de una personería para una nación profundamente conmovida por un proceso de vacancia que precedió a una renuncia presidencial, el encarcelamiento o encausamiento de líderes políticos, juicios por corrupción al más alto nivel, pedido de asilo político de un ex mandatario acusado de delitos económicos y una recesión que golpea con fuerza a los más humildes.
Entre los recuerdos amables de este año de servicio público, en los extramuros de la república, está el haber contribuido en dotarla de un espacio físico e incluso simbólico desde donde proyectar y expresar su inmenso potencial que siempre la ha ayudado a superar todo tipo de desafíos. Todavía guardo en la memoria la celebración del primer 28 de julio rodeada de muchos compatriotas orgullosos de tener un lugar donde congregarse y compartir su peruanidad. Así como la primera exposición del arte amazónico en el Georgian House y en el Dublin Royal Society o el ser testigo del mensaje en quechua de un comunero cusqueño –embajador de Ruraq Maki–, quien llenó nuestra residencia con sus bendiciones ancestrales. Ni qué decir de la inauguración de la sala Carlos García Bedoya para rendir homenaje y adoptar como guía ideológico al peruano que no solo celebró tempranamente nuestra diversidad cultural, sino que entendió el papel que el Perú debía cumplir dentro de la comunidad internacional. Por otro lado, la identificación del mar como el espacio en torno al cual el Perú e Irlanda pueden definir sus proyectos económicos y geopolíticos en el siglo XXI, o la investigación en la Universidad de Cork respecto a la transferencia tecnológica, en especial la ciencia aplicada a las pequeñas empresas agroindustriales irlandesas –como es el caso de sus cincuenta mil lecherías–, dan cuenta del esfuerzo de un equipo de trabajo que me enorgulleció presidir. Porque logró vislumbrar, en medio de la crisis, un modelo de desarrollo sostenible para el Perú. Opino que las bases están sentadas para la consolidación de una relación binacional provechosa que solo deberá crecer a lo largo del tiempo.
En términos personales, mi viaje a Irlanda me permitió volver a mis raíces y cerrar un ciclo histórico. Porque cuando el presidente Higgins recordó, en la entrega de mis credenciales, los orígenes irlandeses de mi familia, la que salió a mediados del siglo XIX huyendo del hambre que atacaba el pueblo de Kilkenny, entendí la potencia de esa diáspora, algunos de cuyos miembros decidieron nacionalizarse peruanos. Cuenta mi hermana, en su bellísimo libro sobre la inmigración irlandesa al Perú, que nuestro bisabuelo Tomás tocaba el violín alegrando a los pasajeros de un barco que conducía a través del Atlántico a miles de sus compatriotas a un destino incierto. De esa estirpe que es alegre y optimista pero a la vez consciente de que el cambio –muchas veces brutal– es inherente a la condición humana, provengo yo. Y es con esos valores y mi profundo amor por el Perú que seguiré sirviéndole desde el lugar donde la vida me coloque.