Imagínese que usted necesita contratar a una carpintería para que le haga un juego de comedor: encuentra dos, una al lado de la otra. La primera se llama La Experiencia, lleva años en el mercado y cuenta con un nombre reconocido. Mirando a su interior se ve al personal, de una edad promedio de 35 años, debidamente uniformado, operando modernas máquinas con las que fabrican los muebles.
En la segunda carpintería, llamada La Juvenil, el personal es notoriamente más joven (20 años promedio), con uniformes raídos y desgastados, operan herramientas tradicionales, que frente a la maquinaria de su vecino, se ven bastante rudimentarias.
La Experiencia le cotiza la fabricación del juego de comedor en S/.3.000. Entonces usted piensa que quizás en La Juvenil (que parece tener estándares más bajos) pueda obtener un precio más barato. Sin embargo, cuanta será su sorpresa cuando le piden exactamente los mismos S/.3.000.
Cuando recibe ambas cotizaciones iguales, algo llama de inmediato su atención. Es claro que la primera le genera más confianza y, por tanto, si la segunda quiere tener alguna oportunidad, esta se encuentra en ofrecerle un menor precio. Lo primero que pensará es que el dueño de La Juvenil es un perfecto estúpido. ¿Cuál carpintería escogería? La respuesta es obvia. Evidentemente a La Experiencia. Ofrece más por lo mismo.
Imagínese que usted le dice al encargado de La Juvenil: “¿No se da cuenta de que así no va a obtener un solo cliente, cuando su competidor, que muestra un personal más experimentado y una mejor tecnología, cuesta lo mismo?”. El encargado le contesta: “Es que la ley nos obliga a no cobrar menos de S/.3.000 para hacer un comedor. Es para proteger nuestro derecho a un precio justo”.
Resultó, por tanto, que lo estúpido no era La Juvenil. Lo estúpido era la ley. Las reglas del derecho laboral y sus defensores se autoproclaman como protectores de todos los trabajadores. Pero en realidad no lo son. No es posible imaginar un sistema que proteja a todos. Esto porque las reglas laborales protegen a un grupo en detrimento de otros grupos (los informales, por ejemplo). Y para colmo de males, en países como el Perú, protegen a un grupo minoritario (los formales).
Los defensores de tales normas invocan la justicia social. Nunca he tenido muy claro qué quieren decir, pero parecerían referirse a la protección de los más vulnerables y débiles. Pero esas reglas hacen justamente lo contrario: castigan al más débil.
Como en el ejemplo de La Juvenil, si la ley fija estándares cuyos costos no pueden ser evitados por los menos aptos para competir, el resultado es beneficiar a los más aptos condenando a la exclusión a los demás. La experiencia y la educación son dos factores de competencia importantes en el mercado laboral. Si impides a los que tienen menos experiencia y educación (es decir, a los jóvenes más pobres) competir mediante la reducción del costo del empleo (menos beneficios), los están condenando al desempleo o a la informalidad.
El verdadero problema no está en la ley que promueve el acceso al trabajo juvenil, sino en las otras leyes que colocan a los jóvenes con menos educación en desventaja para competir. Es curioso cómo una idea tan sencilla es tan poco entendida. Lo que causa el daño a los trabajadores jóvenes es precisamente el afán tuitivo (pero equivocado) de muchas reglas laborales.
El derecho laboral redistribuye, sí, pero de manera perversa. No pasa recursos de empresas ricas a trabajadores pobres, sino que traslada recursos de los trabajadores más débiles (los que tienen dificultades para encontrar empleo) a los más fuertes (los que ya tienen un empleo). Exactamente lo contrario a lo que se suele entender por justicia social.
Cuando trabajadores jóvenes sin educación son privados de la posibilidad de obtener experiencia en el trabajo, se les está robando su juventud, la etapa en la que definen hoy cuánto pueden valer mañana.