Si necesitan una explicación sobre por qué cada cinco años llegamos a este punto no tienen más que mirar las discusiones en redes sociales, el encono de los que creen que el otro peruano vota por el candidato equivocado. El odio campea, pero, sobre todo, un aire de superioridad ha teñido las premisas con las que se sostienen puntos de vista.
Salvo los convencidos que votaron por Keiko Fujimori y Pedro Castillo en primera vuelta, el 67% de los peruanos tienen que decantar sus preferencias por opciones que no les gustan. Opciones francamente complicadas y que nos plantean una disyuntiva imposible de manejar sin tener que tragarnos varios miedos y principios.
Los que van a votar por Keiko Fujimori están preocupados por defender un modelo económico que, a todas luces, generó una riqueza que no supimos distribuir. Les aterra que un Estado ineficiente maneje más recursos cuando no pudo gastar decentemente los que ya tenía. Se les paran los pelos de punta y se imaginan catástrofes como la venezolana. No les falta razón, por más que el candidato Pedro Castillo intente adornar su discurso para bajar el terror que produce en ciertos peruanos, sus arengas en plazas y calles siguen siendo extremistas. A este grupo lo mueve una preocupación estrictamente económica que se exacerba en medio de la grave crisis que estamos viviendo por culpa de la pandemia. Finalmente, cada uno es dueño de sus pánicos y de sus prioridades, pero colgarse de la defensa de la democracia para votar por Keiko Fujimori (aló, padre e hijo Vargas Llosa) es una hipocresía. Y no porque el padre de la candidata haya sido un dictador, sino porque ella misma hizo el último quinquenio un cucurucho con la institucionalidad, usó el poder del Parlamento para destruir toda posibilidad de gobernabilidad, y desencadenó una espiral (también alimentada por Vizcarra) de vacancias y cierres del Congreso que han sido una vergüenza y un desastre para el Perú.
En la otra esquina del ring están los que vomitarían antes de marcar la K. Argumentan, y con razón, que la candidata naranja no ofrece garantías democráticas y tampoco de lucha anticorrupción. Esta vez el antifujimorismo (que claramente se durmió en primera vuelta, porque pensó que ‘la China’ no la hacía) está despertando con furia y señalando con el dedo a todo aquel que pretende olvidar el pasado y tragarse sus principios por terror a regresar a la pesadilla de colas de los ochenta. Bueno, para los defensores acérrimos de la democracia les tengo una mala noticia: no enarbolen esa bandera, porque si marcan el lápiz están envolviendo en una arepa esos mismos principios que pretenden defender, para tragárselos con estilo. El discurso de Castillo anuncia un desprecio total por las instituciones, un personalismo propio de quien se amparará en el pueblo para tomar las decisiones más aberrantes y que, para hacer del Perú un país más justo, cambiará el modelo económico a como dé lugar, zurrándose en la democracia y sacándose de encima cualquier institución que interfiera con sus planes. “Que el pueblo decida” es la premisa más frecuente y maś falaz sobre la que se han apoyado los gobiernos dictatoriales y populistas tanto de izquierda como de derecha.
¿No sería mejor entonces dejar de insultar al otro por la manera como piensa elegir (o no hacerlo) este 6 de junio? Acá a ningún bando le interesa la democracia, simplemente porque ambas propuestas son claramente autoritarias. Así que arréglenselas con su conciencia y decidan qué convicciones barrerán debajo de la alfombra. Pero dejen la democracia en paz, porque en estas elecciones no juega.
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