No es una sorpresa que varios de los más graves accidentes laborales en nuestra historia hayan tenido que ver con la minería. De hecho, sucede en todo el mundo. La excavación debajo de cerros o del lecho de lagos, el uso de explosivos y la manipulación de materiales tóxicos y grandes máquinas aumentan los riesgos de los trabajadores, lo que ha dado a esta actividad el carácter polémico, pero también heroico, que la caracteriza.
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Aunque en el Perú no existe un ránking de tales accidentes, el más luctuoso –por el número de víctimas– parece haber sido el que a mediados del siglo XVIII acabó con la vida de 300 hombres en una mina de Cerro de Pasco que, desde entonces, pasó a ser llamada “Matagente”. Sin embargo, la investigación histórica no ha dado las referencias básicas del hecho, que permanece como un suceso en parte legendario. Un accidente mejor documentado ocurrió en Morococha en 1928, al hundirse el techo de la mina ubicada debajo de la laguna, con un saldo de 28 víctimas. Pero más dantesco –por la cantidad de fallecidos– fue el derrumbe de la mina El Brocal, en el asiento de Santa Bárbara, en Huancavelica. Sucedió el 25 de setiembre de 1786, unas décadas antes de la Independencia, de modo que este mes se cumplirán 234 años de la muerte de un número que oscila entre 22 y 200 personas. El historiador británico Mervyn Lang, que publicó un artículo sobre el accidente, ofrece el dato de “más de 100 peones”, mientras que el de 200 es referido, según la historiadora española Isabel Povea, en una carta enviada por un fraile agustino de la villa minera a un funcionario en Lima.
Desde su expropiación por el Estado en 1572, las minas de Huancavelica habían sido trabajadas mediante un contrato de concesión con una compañía o gremio de mineros. El Estado se comprometía a entregar mitayos y una cantidad de pesos por cada quintal de mercurio que el gremio se comprometía a producir. Con el tiempo, la corrupción y el favoritismo se fueron enquistando en estos arreglos, como denunció Antonio de Ulloa en su “Memoria de gobierno de la mina” de 1764. Decidido a acabar con tales males, el visitador José Antonio de Areche optó en 1779 por una reforma radical, que consistió en encargar la mina a un solo asentista: aquel que se comprometiese a producir la mayor cantidad de mercurio al menor precio. El concurso fue ganado por Nicolás Sarabia, que ofreció seis mil quintales anuales a un costo de 45 pesos cada uno (en lugar de los 72 que se había pagado hasta entonces al gremio).
Para conseguir semejante ahorro, a Sarabia se le permitió extraer mineral de los puentes y de las columnas que sostenían el techo de los socavones, con el compromiso de que los reforzara convenientemente. Para vigilar sus labores, se nombró a un ingeniero. Los mineros del antiguo gremio y el anterior superintendente de la mina criticaron el procedimiento, pero se consideró que estos reparos provenían del resentimiento por haber sido desplazados del negocio.
Tras la muerte de Sarabia, la mina fue encargada a contratistas interinos, hasta que en 1784 Huancavelica se convirtió en una de las siete intendencias entre las que se dividió el virreinato. El primer intendente, Fernando Márquez de la Plata, designó como director de la mina a Francisco Marroquín, un antiguo veedor de ella. Márquez también autorizó el pallaqueo, que consistía en el permiso para que cualquiera pudiera extraer minerales de los escombros y escoriales, para luego venderlos a los operadores de los hornos de beneficio. Los empresarios criticaban el pallaqueo porque era una forma de encubrir el robo de minerales por parte de algunos operarios y porque volvía desordenada la explotación de la mina. Como la producción de mercurio aumentó, esta observación fue desoída. En ese entonces, el mercurio era utilizado para la refinación de los minerales de plata y oro, que eran la principal exportación del virreinato.
Un día en el que el intendente se hallaba fuera de la villa, sucedió la tragedia, que literalmente enterró a los trabajadores. Entre estos figuraron tanto trabajadores libres y pallaqueros, como mitayos, que eran indígenas obligados a servir por turnos en la mina. En su primer informe, Márquez y Marroquín culparon del derrumbe a un temblor. Sin embargo, la investigación ordenada por el virrey y conducida por un nuevo intendente descubrió la verdad y halló culpable a Marroquín, al subdirector Vicente Goyenaga, al contador Antonio García y al comisario Francisco Sánchez de Tagle. Todos fueron encarcelados y juzgados, incluyéndose después entre los acusados al propio Márquez, por haber encubierto inicialmente el accidente. Marroquín fue condenado a muerte, pero murió en prisión, antes de que se ejecutase la pena. Los otros purgaron carcelería y Márquez fue despedido y despojado de sus bienes.
En la carta del agustino al contador fiscal, aquel escribió: “El remedio que hay, y no hay otro, es que se entregue [la mina] al gremio, así puede el soberano resarcir en parte tan fuerte quebranto que ni con un millón desquitaría”.