Lima salvaje, por Carlos Galdós
Lima salvaje, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

De un tiempo a esta parte los limeños nos estamos convirtiendo en una especie de salvajes digna de estudio para Rolando Arellano, quien tendría que crear una categoría nueva para poder clasificarnos. Igual sería algo muy útil, pues así sería más fácil reconocernos entre pares cuando paseamos por la ciudad. Aquí algunas sugerencias:

El salvaje dueño de la vía pública.
Esta categoría de limeño está convencida de que su predio incluye las áreas destinadas al uso de los demás. Así, vemos que jardines en el frontis de una vivienda se convierten en estacionamientos exclusivos para sus vehículos. Las veredas y retiros municipales son también primero cercados, luego techados y finalmente convertidos en ampliaciones de la vivienda. Ya en el extremo de la frescura no faltará el vecino-dueño de la pista que ponga su conito anaranjado o su caballete de madera y así reserve para su uso exclusivo ese espacio que a todos nos pertenece. Ahí no queda la cosa, pobre de aquel que ose mover dichos elementos, pues recibirá una paliza del indignado salvaje dueño de la vía pública. Esto también se extiende a entidades privadas y públicas que usan a los guachimanes como sus matones ‘cuidapista’.

El salvaje que se cuadra donde le cante el cuerno.
En el rango de los cretinos, este ocupa una importante posición, pues tiene que ver con todo aquel conductor automovilístico que decide detener su vehículo (ni siquiera estacionarlo) en medio de la pista para bajar al Starbucks a pedirse su latte macchiato de la mañana. Como no encuentra lugar disponible, simplemente deja su auto encendido y baja muy orondo a pedir su cafecito. También hallamos en esta especie a las señoras que hacen movilidad escolar, quienes deciden ocupar todo un carril en fila india para embarcar y desembarcar a los educandos. Hay una serie de variantes en este ítem, pues está la señora que abandona su vehículo en medio de la calle de doble sentido para comprar en la verdulería, la que sale de la peluquería con los ruleros puestos y te dice que tienes el otro carril para avanzar (sin tener en consideración que va en sentido opuesto y yo no quiero morir aplastado por estar en contra), y la que se para a comprar flores y te dice: “¡qué amargado es usted! ¿Acaso no puede esperar un ratito?” .

El salvaje embarazado.
En este grupo están todos aquellos de razonamiento de mandril que, como ven libre el parqueo reservado para quienes están en la dulce espera y como seguramente piensan que hay pocas embarazadas manejando, se apropian del lugar. Hasta un ciego podría reconocer la señal de espacio reservado para embarazadas o personas con alguna dificultad física, pero para este espécimen hacer uso de esta zona exclusiva es lo que corresponde. Y pobre de la señora con barriga de ocho meses que le reclame, pues esta bestia es capaz no solo de insultarla sino también de golpearla.

Todo esto viene a colación por una experiencia que tuve esta semana. El martes fui a la Residencial San Felipe, en Jesús María. Allí descubrí que por encargo del Policlínico Peruano Japonés, una serie de estacionamientos públicos habían sido reservados para los doctores porque, pobrecitos, no les gusta dar vueltas buscando dónde estacionar sus carritos. Obviamente me bajé del auto, moví el conito anaranjado y le dije al vigilante que por favor lo retire porque era espacio público. Menos mal que no llegamos a mayores porque me reconoció y me dijo que su hija todos los días ve mi programa Combate  y no le iba a creer cuando le contara que se había encontrado con Renzo Schuller.

Esta columna fue publicada el 26 de noviembre del 2016 en la revista Somos.