Maite  Vizcarra

Una reciente crisis familiar que, gracias a la providencia, se está solucionando favorablemente, me puso a pensar en que cuando nuestros padres empiezan a volverse más dependientes de nosotros, es porque ya estamos más cerca de la madurez que de la otrora mocedad. Y aunque la noción de ser joven en el mundo se ha hecho más elástica –ahí está la “adultescencia” y la llamada generación “perennial”, adultos con alta calidad de vida y productividad–, es claro que es mejor “sembrar en primavera que en invierno”.

Es inevitable no pensar en las generaciones más , cuya desesperanza se torna en un resentimiento ante sus pares más favorecidos que le va a cobrar la factura en breve al país. Porque de todos los que están padeciendo la actual incertidumbre, son los más jóvenes los que se han quedado sin presente hace rato, para dejar de lado ese cliché que los coloca en un punto que rara vez vemos en el Perú: el futuro.

Los estamos “crisificando” y, de paso, tirando por la borda una de nuestras más preciadas ventajas competitivas, el llamado bono demográfico. Pues, aún cuando seguimos siendo una sociedad joven, también es cierto que los niveles de deserción escolar, precariedad educativa e informalidad laboral han llegado a sus picos más preocupantes, condenando a una población que se ha quedado huérfana sin voceros ni gente que saque la cara por ellos.

Parte de esa orfandad se traduce en que aún no estamos viendo un recambio generacional en los liderazgos relevantes en el país, entre otras razones, porque no se les ha dado espacio en las diversas agendas públicas. Y eso que la crisis residual del confinamiento del COVID-19 ya nos había gritado su principal legado: el incremento de la población de ‘ninis’ (personas que no trabajan ni estudian).

Y, sin embargo, surge la paradoja de tener a esas generaciones jóvenes cada vez más conectadas con los gustos globales, con las tendencias de pensamiento más actuales gracias a Internet y sus frutos.

Entonces, la sociedad civil que se viene dibujando en el país ahora, seguramente es la mejor informada, la más activista –sí, vía el clictivismo–, la más protestona –esos memes son más que chistes, por cierto– y la que más quiere que las cosas cambien; porque los estigmas de la no inclusión y de la no diversidad todavía pesan muchísimo en el siglo XXI, aquí.

El contexto no es favorable para nadie, pero es crítico que entre los diversos mínimos que tenemos que empezar a trazar en algún acuerdo máximo, la defensa de los intereses de los más jóvenes tiene que estar presente.

Pues, desde el punto de vista de la construcción de instituciones y modos de entender la convivencia social a través de sistemas políticos basados en el diálogo como es –aún– la democracia representativa, los jóvenes son fundamentales. Ellos son el primer eslabón de la cadena cívica, son la cimiente de cualquier modelo de progreso desde su base para que este subsista. E, inherente a lo anterior, la falta de cobijo a sus intereses puede fabricar generaciones de jóvenes que no se sientan vinculadas al modelo democrático, prefiriendo las soluciones autoritarias o populistas.

No incluir sus demandas en agendas sociales implica que encuentren inútil vivir en democracia, porque no ven que se filtre a través de ella la ventana del bienestar, es decir, la posibilidad de alcanzar un mañana mejor. Pero, además, es vital trabajar en sistemas de ‘mentorship’ social que nos permita construir espacios que arropen a esas generaciones.

En ese sentido, es loable encontrar muchas iniciativas privadas vinculadas a ese ‘mentorship’. No obstante, es insuficiente.

Siendo el Perú el país con más huérfanos por el COVID-19 –”The Lancet” – en el mundo, existe un imperativo moral de rescatar a esa generación de peruanitos y peruanitas que no deben convertirse en la carne de cañón de alguna propuesta política extrema o trasnochada en los próximos meses.

Maite Vizcarra Tecnóloga, @Techtulia

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