Un secreto para ver mejor consiste en cerrar los ojos. Imaginemos, por ejemplo, un mercado cuya muchedumbre, confusión de personas, bultos y movimientos se prestan a múltiples conclusiones, positivas y negativas. Los ojos no descubren el efecto neto de toda esa actividad.
Sin embargo, Adam Smith “vio” que el conjunto de un mercado producía una ganancia neta colectiva, y su visión se volvió nada menos que el postulado central de nuestra actual ciencia económica, concepto admirablemente bautizado con la metáfora de “la mano invisible.” En otro momento, visitando una fábrica de clavos, los ojos de Smith vieron que cada obrero se dedicaba a una tarea distinta, pero luego fueron los ojos de sus mentes los que le hicieron “ver” el potente mecanismo de la especialización.
Con el invento de las cuentas nacionales en 1937 –cifras centradas en el concepto del PBI– se creó un instrumento poderoso para medir y comprender la performance de una economía. Años después el economista Robert Solow aprovechó esas cifras para determinar cuánto del crecimiento de la economía norteamericana se debía a cada factor de producción capital o trabajo. Para su sorpresa, los cálculos indicaron que, luego de restar los aportes del trabajo y de la inversión, mucho más de la mitad del crecimiento quedaba sin explicación. Las causas principales del crecimiento económico eran otras, no identificadas, aparentemente invisibles, y ciertamente no incluidas en las cuentas nacionales. Solow se limitó a denominarlo simplemente como un “residual,” terminología técnica para decir “no se explica”. Años después recibiría un premio Nobel, pero desde ese descubrimiento los economistas tratan de ponerle cara y nombre al invisible, misterioso “residual” que, mucho más que la mano de obra o el capital, sería el principal responsable del avance de nuestras economías. Ciertamente, hay una lista de sospechosos, sobre todo las diversas categorías de tecnología y los tipos de educación, pero nos faltan ojos capaces de verlos.
Así como el análisis de Solow buscó identificar los motores del desarrollo económico de los Estados Unidos, un estudio de la productividad industrial peruana realizada por el economista Christopher Clague hace medio siglo nos sirve de alerta sobre lo difícil que resulta explicar nuestra propia historia. Comparando fábricas peruanas y norteamericanas de similar tamaño en tres subsectores industriales, Clague buscó posibles explicaciones sobre la productividad inferior que registraban las peruanas, en particular por diferencias en calidad laboral y en el monto de capital invertido. Al final, lo que vieron sus ojos no explicaban nada: el obrero peruano era considerado igualmente productivo que el norteamericano, y el equipamiento de las fábricas era similar. No le quedó más que recurrir a una especie de explicación ambiental: el problema peruano no se ubicaba adentro de las fábricas sino afuera, escribió. Así como en el residual de Solow, se tuvo que recurrir a hipótesis difíciles de comprobar, pero que en todo caso servían de pista, como las complicaciones burocráticas impuestas por el gobierno peruano y/o la menor predictibilidad de los flujos de insumos. Cerrando los ojos, es posible imaginar un contexto de múltiples inseguridades y deficiencias que obligan a costos y demoras improductivas.
Si bien nunca dejamos de mirar con los ojos del cerebro, la dependencia de ellos es particularmente grande para el historiador, y aún más para el que estudia la economía. Se trata de una deficiencia peligrosa debido a la abundancia documental de lo político frente a la extrema escasez de lo económico, desbalance que se vuelve una tentación permanente para pensar que hay una estrecha relación entre lo económico y lo político. En contraste con los sesgos que afectan a nuestros ojos de la cara, aun no se han inventado anteojos para corregir las deficiencias que puede tener la mirada de la mente, o siquiera para descubrir que existen.