La decisión de construir el Museo Nacional de Arqueología en Pachacámac está tomada, y salvo alguna marcha atrás del proyecto (algo no muy desconocido en obras públicas importantes), todo parece indicar que ahí estará ubicado. Mi preocupación tiene que ver con las futuras funciones de los edificios del Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú en el distrito de Pueblo Libre.
Empezaremos por suponer que todos o la mayor parte de los materiales arqueológicos en exhibición o en los depósitos del actual museo se trasladarán y organizarán en el nuevo local. ¿Qué haremos con los edificios que pierden las colecciones?
Recordemos el nombre completo que aún lleva el local en mención, pues no es gratuita la palabra ‘Historia’. Por un tiempo, parte de sus instalaciones fueron el Museo Bolivariano, dedicado a temas de esa disciplina. Tampoco se ha descuidado por completo la palabra ‘Antropología’, dado que, aunque en menor cantidad, el museo ha logrado acoger materiales etnográficos. Pero si nos guiamos por el volumen de las colecciones y salas, el local que ahora reúne las tres disciplinas, mirado con realismo, es un museo arqueológico.
La mejor manera de utilizar estos edificios, antes de que caigan en manos de empresas constructoras (y es que tendrían que estar protegidos como parte del patrimonio cultural de la nación), es dedicarlos a la función expresa en su nombre y salvar a las otras dos disciplinas del olvido. A esta situación se ha llegado por el currículo escolar vigente y por los programas de la mayoría de universidades, donde los conceptos ‘comunicación’ y ‘turismo’ van borrando la necesidad de que la educación de niños y jóvenes sea completa.
La historia del Perú puede tener miles de años, como nos dicen los arqueólogos, pero la documentación histórica empieza en 1532, cuando llega la escritura a América. Podemos suponer con optimismo que nuestros papeles (al menos los más importantes) están albergados en los archivos nacionales. No obstante, hay que empezar a reproducir y ordenar lo que guardan las colecciones ubicadas fuera de Lima y en el extranjero. Los países limítrofes, y algunos como Argentina y México, tienen documentos y libros cuyas copias deberían estar al servicio de nuestros investigadores.
Pero más importante que eso es la discusión, encuentro y debate de los historiadores peruanos y aquellos que se han dedicado a estudiar la documentación nacional viviendo en el extranjero. Se habla todos los días del bicentenario, pero no tenemos organizado el espacio adecuado para una celebración que nos ofrezca un balance adecuado de lo que se ha hecho en las últimas décadas y lo que falta por hacer.
Otro gran vacío es la concentración de documentación histórica producida por nuestros estudiosos (libros y revistas) que, por mala distribución (entre otros problemas), quedan al margen de la necesaria confrontación de datos, reseñas o críticas de sus colegas. Los límites de la distribución de libros limeños son bien precisos: por el norte hasta Huacho, por el sur hasta Lurín, por el este a Chosica y por el oeste al Callao. Si algún autor limeño espera que lo lean en los lugares mencionados estará pecando de optimista, más allá es imposible. Si alguien quiere un libro o revista publicado en Trujillo, Arequipa o Cusco tendrá que viajar a esas bellas ciudades y viceversa.
El Museo de Historia es una necesidad que ya tiene nombre y edificio, hay que ponerlo en marcha.
Por su parte, la antropología es una disciplina desconocida en el Perú. Tendría yo mucha suerte si cuando se me pregunta por mi profesión, alguien pudiera adivinar lo que hago. Lo comprensión más cercana que he logrado (en cualquiera que sea mi ubicación en Lima) fue la de una elegante pareja de cuarentones que me preguntó, luciendo sus conocimientos, “¿y dónde estás excavando?”. Me resulta más fácil recordar que también tengo el antiguo título de profesor secundario, con el que prefiero presentarme.
Hay razones muy claras para que esto sea así. El trabajo de campo (arma esencial del antropólogo) implica una financiación que cubra viajes y estadías largas, excelentes fotografías o equipos de filmación que complementen sus observaciones. Eso significa obtener los fondos adecuados y un equilibrado trabajo administrativo que no amarre al antropólogo a una oficina o al dictado diario de clases que serán contabilizadas para conseguir un pago más bien escaso.
Pese a todo ello, aún hay estudiantes y estudiosos dedicados a esta carrera, pero no existe un espacio académico que concentre lo conseguido. Me refiero especialmente al patrimonio oral: poemas, canciones, discursos, proclamas, teatralizaciones, etc., que deberían estar atesoradas por todo lo que significan en la identidad nacional.
La importancia de la profesión puede verse en sucesos nacionales muy recientes, como en la reubicación de las familias que insisten en volver a construir sus casas en los lugares devastados por El Niño. La situación ha sido denunciada hasta la saciedad por los colegas de todas las ciencias sociales, incluso años antes de que suceda. El conocimiento, que en este caso se ha desperdiciado, es propio de la disciplina en mención, cuyo centro de estudio (sin ser el único) tiene preferencia por las poblaciones rurales.
El museo, en peligro de caer en el olvido, debería ser un centro en que se concentren los investigadores, sus trabajos y reuniones académicas. También un espacio de divulgación de la vida y los saberes regionales de todos los peruanos. La antropología intenta poner en evidencia lo que sucede a lo largo y ancho del país, a partir de la mirada de sus protagonistas.
Si se quiere seguir viviendo de lo que quiere verse solamente en la capital, seguiremos alimentando a un monstruo insaciable que crece todos los días por una migración incesante que terminará por olvidar sus tradiciones y con ellas la identidad de todos los peruanos. Un uso apropiado de sus instalaciones y un presupuesto realista harían que los edificios del Museo de Pueblo Libre cumplan las urgencias nacionales que aquí anotamos.