"Los presidentes prisioneros de sus ambiciones, el último clamando también su inocencia junto a su esposa, seguirán poblando nuestras cárceles y nosotros padeciendo la pena de no volar tan alto como los nascas". (Foto: Archivo El Comercio)
"Los presidentes prisioneros de sus ambiciones, el último clamando también su inocencia junto a su esposa, seguirán poblando nuestras cárceles y nosotros padeciendo la pena de no volar tan alto como los nascas". (Foto: Archivo El Comercio)
Carmen McEvoy

Salvo honrosas excepciones, en el Perú nadie ofrece disculpas y menos aún asume responsabilidad por sus errores. El caso más patético, a mi entender, es el de Nicolás de Piérola, quien literalmente tomó las de Villadiego luego de la caída de Lima. Cuando años más tarde El Califa regresó, en olor a multitud, no pidió perdón a la nación abandonada cuyos padrones de contribuyentes, utilizados por Chile, no fue capaz de poner a buen recaudo.

¿De Mariano Ignacio Prado qué más se puede decir que ya no se conozca? ¿Existe acaso alguna carta en la cual quien fuera jefe de Estado se excusara ante los miles de peruanos que esperaron por su regreso en su hora más amarga? ¿Intentó devolver el dinero que se llevó para comprar los buques que nunca llegaron?

Una explicación, entre otras tantas, respecto a la cultura de la negación, ausencia de realismo e irresponsabilidad que nos desborda puede estar relacionada con la compleja socialización ocurrida en el siglo XIX. La guerra civil, junto a la vastedad del territorio peruano, creó un patrón de comportamiento que podríamos llamar de salto hacia adelante. Una suerte de huida estratégica para ponerse a buen recaudo imaginando, en el camino, un regreso triunfante a ese gran casino, lleno de peligros pero también de oportunidades, que era la política peruana decimonónica.

Las cartas del mariscal Nieto en las que convoca hombres para reorganizar su batallón y nuevamente atacar, luego de su contundente derrota en Portada de Guía (1838), son patéticas. Como también lo son las de los centenares de comandantes en las que complotan contra sus jefes en medio del caos más absoluto.

Sin embargo, y a pesar de ello, es importante recordar que la resistencia cacerista en la sierra central proviene de esa misma tradición. Para los militares peruanos, la guerra –que era básicamente de guerrillas– no acababa, simplemente variaba de ubicación. Por ello la rendición no era una alternativa y menos lo era la responsabilidad por una derrota que en teoría nunca figuraba en los planes.

Con el Grito de Montán Miguel Iglesias rompe con el esquema y se convierte en un apestado político. Pese a que el general cajamarquino entendió que la guerra con Chile era insostenible y se debía asumir la derrota junto con sus enormes costos políticos y económicos.

El esquema anterior permite entender muchas fugas, entre ellas las de dos presidentes que nunca asumieron su responsabilidad –el tercero está en prisión preventiva– y tampoco ofrecieron disculpas por el daño causado al Perú. Porque uno puede estar a favor o en contra del indulto humanitario a Alberto Fujimori, pero en lo que muchos coinciden es en el rechazo a ese “¡soy inocente!” que perturba porque no muestra ningún propósito de enmienda.

El argumento de que un jefe de Estado debe morir dignamente en su casa debería contemplar, también, el ritual de pedir perdón por las faltas cometidas. Lo que incluye la reparación justiciera que sus voceros solicitan para él y no para la república del Perú esquilmada una y otra vez por su acción u omisión.

No cabe la menor duda de que el comportamiento de los líderes modela los protocolos de la colectividad que, inevitablemente, comparte los paradigmas forjados a lo largo de los siglos. Hace poco se produjo en Lima un terrible incendio que cobró la vida de dos jóvenes esclavizados en pleno siglo XXI. En el colmo de la irresponsabilidad a la que me refiero, Jonny Coico –quien encerraba a sus empleados en un contenedor inmundo– señaló que fueron sus víctimas las que le solicitaron que pusiera llave al candado que no los dejó escapar de su prisión mortal.

Más aun, el joven que ocasionó el incendio, llamado Einstein, declaró que jugaba una broma a su hermano cuando tiró un pucho a los bidones de tiner que ardieron llevándose la vida y la propiedad de muchos peruanos trabajadores. Cero arrepentimiento, cero responsabilidad para un asesino a quien su madre considera inocente de toda culpa.

Como también es inocente el chofer que apretó el acelerador y mató a diez personas en el cerro San Cristóbal. Respecto a ello, cuenta el dueño del “ómnibus turístico” –lleno de papeletas impagas y de innumerables problemas de seguridad– que un mototaxi inexistente se le cruzó en el camino y por ello era otro el responsable de una tragedia que se pudo evitar.

La reactivación económica sola no resolverá nuestros problemas que demandan otro horizonte cultural. Sin responsabilidad, empatía, respeto por los demás y solidaridad seguiremos siendo la colonia de nuestras pasiones más bajas.

Los presidentes prisioneros de sus ambiciones, el último clamando también su inocencia junto a su esposa, seguirán poblando nuestras cárceles y nosotros padeciendo la pena de no volar tan alto como los nascas. Quienes con su arte milenario nos recuerdan lo ricos que somos y lo poco que nos hemos valorado y respetado a lo largo de nuestra historia.