“Cebiche fresco, cebiche fresco”, “picarones, picarones”, vocifera con nítido acento anglosajón, mientras que su personal de confianza graba la supuesta gracia para sus cuentas de redes sociales. No se trata del gringo Karl ni de Mark Vito, sino de un alto representante del cuerpo diplomático británico en el Perú. La suya es una versión 2.0 de la diplomacia centrada en el ridículo, propia de esas modalidades posmodernas que harían retorcer en su tumba a Henry Kissinger.
El mismo versátil embajador, pocos días después, firmaría un categórico comunicado –junto a otras representaciones extranjeras en nuestro país– mostrando su preocupación por las enmiendas propuestas por una comisión congresal a la ley de creación de la APCI. En particular, recelando de las modificaciones que elevan las potestades fiscalizadoras del organismo estatal que supervisa los fondos de la cooperación internacional. En ambos eventos referidos, el diligente plenipotenciario ha exhibido un frívolo conocimiento de la gastronomía y del tejido social peruano. No es, dicha futilidad, su responsabilidad exclusiva, porque esta insustancial lectura del país es compartida, lamentablemente, por gran parte del sistema de cooperación internacional que –involuntariamente, espero– ha contribuido a perennizar el cliché peruano y a asentar la polarización política en el país.
No es ningún misterio el hecho de que durante la última década las élites políticas y sociales de preferencias ideológicas opuestas han ido ganando adhesiones y, simultáneamente, distanciándose irreconciliablemente. Tanto actores políticos como organizaciones de la sociedad civil han ido radicalizando posiciones. Así, muchas iniciativas sociales bien intencionadas y originariamente libres de sesgos ideológicos –esa “sociedad civil fuerte” que reclama la embajadora de Estados Unidos “para hacer bien su trabajo”–, se han visto atrapadas en la dinámica de la confrontación. Es decir, han dejado de ser agentes conciliadores, mientras se van transformando en incubadoras de odios políticos y difusoras de teorías conspirativas. Al financiar, sin criterio y casi automáticamente, este tipo de iniciativas radicalizadas, no se robustece a la sociedad, sino a la polarización (“Muchas gracias” por su apoyo).
Este desacierto de la cooperación internacional, que conduce a un irreparable daño al país, se origina en una burocracia no gubernamental constituida entorno a la exclusiva dependencia de dicho financiamiento. (¿Cuán competitivo puede ser un funcionario de ONG en el sector privado?). Una casta de eternos asesores y longevos directores –propietarios de facto de la discrecionalidad del gasto externo– ha ido aceitando argollas y repartiendo prebendas dentro de la tribu progresista de la sociedad peruana, para –en nombre de la democracia, la sostenibilidad y el desarrollo– confrontar a la tribu conservadora en este contexto de polarización. Las prioridades se han ido trocando, y la promoción de valores ha sido soslayada por el ataque personalizado a figuras de opuesto signo político.
Hoy, en el Perú, tenemos la paradoja de organismos intergubernamentales que “promocionan” la alternancia democrática del poder, aunque sus delegaciones nacionales e internacionales son dirigidas –ya por más de dos décadas– por los mismos caudillos de cocteles de embajadas. Con el agravante de que parecen tener como principal criterio para la redistribución de los recursos el granjearse apoyos políticos de un solo sector en un ecosistema polarizado. La evidencia –mostrada recientemente por la prensa– de cientos de miles de dólares dirigidos a “medios alternativos” (claramente agentes polarizadores) da cuenta de esta irresponsabilidad. Esto ha convertido a los operadores de la cooperación internacional en poseedores de más mermelada que el oso Paddington, parafraseando un tuit del embajador británico del 12 de junio último.
Desde el bando conservador, se han esgrimido –como era de esperarse– teorías sobre la “tercera vía”, la injerencia internacional o el neocolonialismo, como justificaciones para contrarrestar a sus opositores ideológicos. Esto ha llevado al ministro de relaciones exteriores designado por Dina Boluarte, a calificar –falto de diplomacia en un evento diplomático– de irrespetuoso al comunicado conjunto de conspicuas embajadas sobre el proyecto de la APCI. En vez de poner paños fríos y explicar el origen polarizado de la controversia generada entre las ONG radicalizadas y legisladores reaccionarios, el canciller tomó partido, reproduciendo la dinámica polarizadora que tanto profundiza la crisis política endémica que padecemos.
Es una verdadera lástima que la agenda de la promoción democrática –de lucha contra la corrupción, de auspiciadora de la libertad de prensa, defensora de los derechos humanos y del respeto a las minorías, entre otros– recaiga principalmente en un bando de un ecosistema polarizado. Esto facilita una división maniquea de la política nacional, en la que un sector monopoliza la agenda democrática y se proyecta como el apoderado de la misma, encontrando una salida para estigmatizar al rival ideológico de autoritario. Si bien es cierto que existen proyectos apoyados por la cooperación para generar espacios deliberativos y de encuentros ciudadanos plurales, en la práctica las convocatorias tienden a ser parciales y sesgadas, pues la lógica del maniqueísmo se impone.
Los aportes de la cooperación internacional han sido fundamentales en el pasado, por ello, necesitamos que reorienten sus recursos hacia la despolarización. Desafortunadamente, hoy, por el enquiste parasitario de una casta asesora y por la frivolización de la diplomacia, prevalece una comprensión muy pobre de la dinámica del país. Imperan los clichés, tanto a nivel de las élites (“caviar bueno” vs. “conservador malo”), como a nivel de los beneficiarios de los programas (un nativo “bueno” se convierte en “malo” cuando vive de la minería ilegal). Por ello se requiere no solo de rescatar lo mejor del trabajo del “tercer sector”, sino también de cambios profundos en sus lineamientos. En vez de reaccionar con comunicados de tufillo neoimperialista, los agentes cooperantes debieran practicar la autocrítica. La embajadora de Estados Unidos tiene razón cuando dice que las inversiones requieren de un Estado de derecho y de transparencia, pero también, omite, de un país menos polarizado, sin crisis que perpetúen la incertidumbre. “Las democracias son más inclusivas, equitativas, estables y prósperas”, cuando la polarización no ha dañado los fundamentos de la confianza. No caigamos en la idealización de la “sociedad civil” ni en la protección acrítica de los “aliados”. Requerimos representantes internacionales más responsables con el largo plazo, por más que sean aves de paso de residencias sanisidrinas.