"El país de la lisonja", por Roxanne Cheesman
"El país de la lisonja", por Roxanne Cheesman
Redacción EC

“Este país, señor, es de la lisonja, la venganza y la mentira”, decía en 1756 el obispo Barroeta en una carta al rey, aludiendo a los discursos y poemas que se hicieron  en honor a su enemigo, el virrey Manso de Velasco,  por el rol que le cupo en la reconstrucción de la capital tras el terremoto de 1746.

A Manso, “salvador de la ciudad”, lo describían los discursos montado sobre un caballo blanco, supervisando las labores de rescate, la recuperación de bienes y la limpieza de despojos de una ciudad en ruinas. Era el “argonauta del celo real”, “el enviado de Dios”, “arca del diluvio”, etc., y fue comparado, tras inaugurar una catedral provisional de madera, con David o Salomón, constructores del templo de Jerusalén. En premio a sus esfuerzos el rey le concedió el título de conde “con la denominación que él quisiere”. Y el virrey, influenciado por las lisonjas recibidas, eligió una de evocación bíblica, Conde de Superunda, el que camina sobre las olas; como casi dos siglos después Leguía sería el Titán del Pacífico.

Lima virreinal fue interesada y adulona. Por el estilo de gobierno cortesano (bien descrito por autores como Pablo Pérez Mallaína y Eduardo Torres Arancibia), la sobonería y la adulación eran necesarias para la supervivencia, el ascenso social y el beneficio material. Pero los limeños, generosos en la lisonja al poderoso, lo eran también con la calumnia apenas olfateaban su debilidad (como ocurrió después con Leguía). Y el momento propicio era la transición de un virrey a otro, pues entre la noticia del nombramiento del sucesor y su arribo, podía pasar más de un año con un gobernante debilitado. Peor aun, tras su relevo, el anterior debía esperar meses o años en Lima por su juicio de residencia, tal como le sucedió al recto conde de Castellar en 1678, que vivió tres años entre Surco y Paita enfrentando las acusaciones interesadas de los comerciantes monopólicos.

Superunda pidió su cambio en 1761, a los 73 años, después de gobernar 16 el Perú, y en pocos días pasó de “héroe de la providencia” a “ladrón”, pues sus enemigos lo acusaron de haberse enriquecido con los bienes y dinero de las personas fallecidas en el terremoto. Tres días antes de la fecha autorizada por Amat para su partida, presentaron un recurso para que se le detuviera e impidiera salir del país. Esto no prosperó, pues Amat lo dejó partir previo pago de una fianza y el juicio continuó en su ausencia.

Casi todos los virreyes hubieran estado de acuerdo con lo dicho por Barroeta. El Marqués de Chinchón (virrey 1628 -1638) decía que al oficio virreinal se ingresaba bajo palio y se salía pasando por las horcas caudinas. Ya el gran Plutarco advirtió en el año 100 de nuestra era, en “Cómo distinguir a un adulador de un amigo” (obligatorio para los amantes de literatura griega): “Los piojos se marchan de las personas muertas y abandonan sus cuerpos al perder vitalidad la sangre de la que se alimentan. Y así, los aduladores se acercan en los poderes, y en los cambios desaparecen con rapidez”. Tal ha ocurrido con casi todos los gobernantes y “toda coincidencia es la pura verdad”. De suerte que quien escuche encenderse la lisonja, “debe poner sus barbas a remojar”.