Hassan al Kontar está varado en la terminal 2 del aeropuerto de Kuala Lumpur desde hace más de cinco meses. Tiene algunos líos con su pasaporte. El hombre, un joven de barba y lentes que se toma ‘selfies’ y tuitea para matar el aburrimiento de vivir suspendido en un lugar en donde todo el mundo conoce su destino e itinerario, es una suerte de fábula kafkiana sobre papeleos y burocracias internacionales.
Según su versión de los hechos, Al Kontar no puede volver a Siria –el país en el que nació y vive su familia– porque pertenece a una minoría perseguida y porque no cumplió con el servicio militar. Dice que su pacifismo le prohíbe unirse al ejército de su país. La embajada siria en Emiratos Árabes Unidos –donde trabajaba como ejecutivo de márketing en una empresa de seguros– se rehusó a renovar su pasaporte en el 2012 y desde entonces va indocumentado por el mundo. Ahora sigue indocumentado pero desde hace algunos meses ya no va para ninguna parte.
Arton Capital, una consultora financiera, publica cada año un ránking que evalúa los pasaportes de distintos países de acuerdo a su capacidad para ‘abrir puertas’ sin necesidad de visas y otras restricciones. En el último reporte, Singapur obtuvo el primer puesto, mientras que Siria, Pakistán, Iraq y Afganistán resultaron en el fondo de la lista. Hay poquísimos lugares en el mundo a donde los ciudadanos comunes y corrientes de estos países pueden viajar sin demasiadas complicaciones.
Speranta Dumitru, una profesora de Ciencia Política en la Sorbona, ha notado que en distintos puntos del siglo XX ganó tracción la idea de abolir los pasaportes por completo porque entorpecen un hecho inevitable de la vida: el movimiento de las personas a través de las fronteras. Cuando la propuesta se discutió en una conferencia internacional en los años 20, un delegado italiano se opuso indicando que los pasaportes permitían que los emigrantes recibiesen la protección que por ley su gobierno les debía. La desaparición del pasaporte siguió rondando las conferencias internacionales todavía hasta los años 60, reseña Dumitru, aunque hoy a nadie se le ocurriría pedir que desaparecieran.
Un pasaporte es una expresión del “monopolio de los medios legítimos del movimiento”, explica John Torpey en su historia sobre este documento. Torpey –un sociólogo e historiador de CUNY (City University of New York)– argumenta que el éxito de un Estado depende de su eficacia para distinguir entre sus nacionales y los ‘posibles intrusos’: “Este proceso de ‘monopolización’ está asociado al hecho de que los estados deben desarrollar la capacidad de ‘abrazar’ a sus propios ciudadanos para extraerles los recursos que [los estados] necesitan para reproducirse a sí mismos a lo largo del tiempo”. Visto de este modo, más que un instrumento para asegurar la seguridad ciudadana, el documento representa también un intercambio de lealtades. Visto de este modo, obtener un pasaporte deja de ser un mero trámite burocrático –un sello, el pago de una tasa, la visita a una equis ventanilla– y se convierte en un mecanismo perverso de control.
¿Qué sucede cuando un ciudadano como Al Kontar se rehúsa a cumplir con el pedido de recursos que le hace su gobierno? ¿Qué alternativas tiene para seguir probando su identidad además de seguir transmitiendo su vida en redes sociales con la esperanza de que alguien le ofrezca un país de reemplazo? Por ahora parece tener dos opciones: una petición online para que el Ministerio de Exteriores canadiense lo reciba como refugiado y un pasaje a Marte. Hassan al Kontar le dijo a “Newsweek” que ya había enviado su solicitud a la NASA.