(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

“El Perú padece una severa crisis derivada de una gravísima falta de gobernabilidad y credibilidad en todas o casi todas sus instituciones. A ella, se añade una angustiante coyuntura económica y social y un severo deterioro de las bases éticas de la República, por obra de la corrupción que el Perú entero condena y anhela castigar con toda la severidad que nuestras leyes permiten”. Estas palabras, pronunciadas hace 17 años por Valentín Paniagua, parecen expresar, con algunos matices, el actual estado de ánimo de millones de peruanos, quienes se sienten estafados, una vez más, con un megaescándalo de corrupción que ha mandado a la cárcel a un ex presidente de la República, mientras otro está con orden de captura. Pareciera que el bicentenario, que ahora provoca sentimientos encontrados, nos confronta con una verdad irrefutable: no aprendemos de nuestros errores.

En estas fiestas patrióticas estuve reflexionando en torno a la difícil trayectoria de nuestra República, que ha vivido un sinnúmero de frustraciones y sobrevivido, además, todas las tragedias imaginables. Vinieron a mi memoria los ajusticiamientos de autoridades locales durante la guerra que el terrorismo nos declaró; la tragedia de las niñas peruanas prostituidas en Madre de Dios; la búsqueda infructuosa de padres, hijos y esposas para dar cristiana sepultura a sus muertos lanzados a fosas comunes y las últimas horas de esos jóvenes esclavizados pidiendo ayuda mientras un incendio les robaba sus vidas e ilusiones. Como también se las robaron a dirigentes asháninkas, encabezados por Edwin Chota, por solicitar la titulación de tierras comunales, 40 años después de la dación de la Ley de Comunidades de la Selva. Es decir, por evitar la depredación de su patria, defendiendo sus recursos naturales. Héroes anónimos entregando su vida ante la ausencia de un Estado que usualmente no dio la talla y dejó desprotegidos a sus ciudadanos.

Muchas veces me he preguntado cuántos peruanos repetirían hoy un acto tan lleno de audacia y patriotismo como el ejecutado por Fermín Diez Canseco, quien se lanzó al mar y desvió con su cuerpo un torpedo que amenazaba hundir al Huáscar. Cuántos se someterían a la tortura sin traicionar a sus camaradas y menos al Perú como lo hizo el pescador José Olaya, un chorrillano valiente que nos legó esa frase hermosa: “Si mil vidas tuviera, gustoso las daría por mi patria”. Tal vez muchos más de los que podemos imaginar. Porque ese Perú que Jorge Basadre definió como un país “dulce y cruel” es capaz de actos de generosidad y solidaridad que conmueven hasta las lágrimas.

Todos llevamos en la memoria el recuerdo de lo que fuimos capaces de hacer como nación durante la difícil prueba que nos planteó El Niño costero. Miles de peruanos armando paquetes de ayuda y llevando carpas y comida a compatriotas que lo perdieron todo. Sin embargo, ese lado dulce y bueno que nos devolvió la fe en nosotros mismos fue rápidamente desplazado por la crueldad que ha marcado la lucha por el poder en el Perú. Esa guerra civil permanente que siempre ha invisibilizado nuestro lado noble y solidario. Porque a mí me parece muy mezquino que algunos miembros de la oposición no reconozcan una sola propuesta del Ejecutivo, por más que se discrepe en el tono e incluso en la forma del discurso presidencial.

Valentín Paniagua, que inició la transición democrática que hoy parece abortada –debido a una rapacidad que no logramos controlar– entendió lo difícil de su misión. Leyendo los discursos que pronunció para dotar de sentido a un momento amargo, por no decir trágico de nuestra historia, encontraremos ciertas claves que pueden ser de utilidad en la hora actual.

Lo primero es que, tal como ocurrió con la primera generación de republicanos, su ilusión en el destino democrático y en el bienestar del Perú estaba incólume. Lo segundo es que la forja de ese destino, moral y material, era responsabilidad de todos los peruanos. La tarea común para lo que Paniagua denominaba “tiempo nuevo” era ni más ni menos que la construcción de “un hogar cálido en el que todos los peruanos” pudiéramos “vivir con dignidad”.

Paniagua ha sido recordado en estos tiempos de carencia de ideales y ausencia de miras como “el meticuloso profesor de derecho constitucional” de cuyas cualidades docentes daban fe miles de estudiantes de las más diversas universidades y facultades del Perú. Para mí, nuestro presidente de la transición fue uno de aquellos republicanos que, como ocurrió con Faustino Sánchez Carrión o González Vigil, vivió su civismo de manera cotidiana.

Uno de los recuerdos más gratos que tengo de él, y que ha traído también las Fiestas Patrias, fue su asistencia a la presentación del “Diccionario republicano” de Juan Espinosa que yo editaba. Al llegar quisieron sentarlo, como bien lo merecía por su jerarquía, en primera fila. Él simplemente no quiso importunar a nadie y, por ello, se fue casi al final del auditorio, donde siguió la ceremonia como un ciudadano más.

Esa delicadeza en las maneras, esa integridad en las convicciones junto a ese amor por nuestra historia y cultura es el ejemplo, entre otros muchos, que nos legó. Lo que nos recuerda una herencia republicana que, sin negar el progreso y la nación económica, apunta a la existencia de una actitud ante la vida, un alma nacional que debemos cultivar en estos tiempos de prueba pero también de inmensa oportunidad. Y es un deber hacerlo, para ser mejores peruanos, dignos de la República que compatriotas valientes nos legaron, con amor y esfuerzo, hace casi 200 años.