El ministro del Interior habla con una veintena de periodistas. De pronto, a varios metros de donde se encuentran,una detonación hace trizas la calma. A Daniel Urresti –gorrito de visera, chaleco inconfundible– no se le mueve el pelo, mientras el humo negro empieza a cubrir el horizonte a sus espaldas. Parecía una escena salida de “Los magníficos”. A Urresti solo le faltó sacar un habano del bolsillo y decir, como el viejo Hannibal Smith : “Me encanta cuando un plan se realiza”.
El hecho ocurrió la semana pasada en la selva de Pasco, a donde el ministro acudió a inspeccionar la destrucción de siete narcopistas y tres laboratorios de pasta básica de cocaína. Como ha sucedido cada vez que ha encabezado una operación similar, sea en El Hueco, San Jacinto o algún peligroso barrio limeño, estuvo acompañado por periodistas. Es que el ministro del Interior no puede estar lejos de las cámaras y los reflectores. La discreción no tiene lugar en su diccionario particular. Todo lo que haga debe ser aparatoso, espectacular y –nunca lo olviden– registrado. De la puesta en escena se encargan los muchachos de la policía, pero el lente de las cámaras tiene que estar sobre él.
Si ese es su plan, es decir, usar su cartera para ganar popularidad y, de paso, darle visibilidad a su alicaído ministerio, le está saliendo a la perfección. Tenemos un ministro hiperactivo, hablantín, omnipresente. Si alguna vez ocurre una toma de rehenes, no duden de que él agarrará el megáfono y, agrietando la frente como Tommy Lee Jones, se ofrecerá en canje para que los dejen en libertad.
Pero el plan que a los peruanos les interesa es otro: qué va a hacer su ministerio para combatir con eficacia la inseguridad ciudadana. Los pocos minutos que le dedicó el presidente Humala en su mensaje del 28 –¡qué lejano suena el del 2011 , cuando dijo que iba a encabezar la lucha contra la delincuencia!– no dan muestra de demasiado interés.
Solo con megaoperaciones –o sea batidas– y más direcciones policiales no se va a terminar el reino de los cogoteros y los extorsionadores. Más aun si no hubo una sola mención al fortalecimiento institucional y al combate a la corrupción enraizada en el interior del cuerpo policial. ¿Es posible derrotar la delincuencia con policías mal armados, pobremente preparados y, peor aun, desmoralizados?
En esta línea, Urresti ha sido más explícito. En la última edición de la revista “Cosas” afirma que uno de sus objetivos es recuperar el principio de autoridad y para ello buscará devolverle la moral al policía. “Un policía con moral alta vale por cuatro”.
Desde la campaña A la Policía se la Respeta, no se había dado su real dimensión a la necesidad de que el efectivo vuelva a sentirse orgulloso de su institución. Y eso implica, más que un buen sueldo, sentirse respaldado por sus superiores y hacer que la insignia policial no sea sinónimo de coima o burla.
En cualquier circunstancia, impulsar esta tarea demanda el concurso de gente capaz e incólume. Que un figuretti esté a cargo de ello, es lo que menos interesa; sí que lo haga un acusado por homicidio como el ministro Urresti. Eso es vergonzoso.