A raíz de las últimas órdenes de detención impuestas a personajes de alto nivel social –ex presidentes, líderes políticos, empresarios de élite– se ha puesto en debate la pertinencia, utilidad, legitimidad y humanidad de la prisión preventiva, aquella privación de libertad que, como excepción a la presunción de inocencia, se impone a un procesado antes de que se decida en una sentencia final si es inocente o culpable.
Al respecto, hay quienes opinan que este tipo de detenciones siempre se justifica cuando se trata de imputados de delitos graves y con cierto poder económico y/o político, y quienes, por el contrario, exigen que solo se aplique en situaciones extremas, es decir, nunca o casi nunca, que es lo mismo.
En una reciente entrevista a un diario local, Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado supremo español de indiscutibles credenciales democráticas, ha señalado, refiriéndose a las críticas que ha recibido la prisión preventiva en el Perú (incluido el presidente de la República), que le parece “un escándalo la hipersensibilidad garantista ante la prisión de los imputados de lujo”. Justifica su dura apreciación en el hecho que ciertos sectores de la opinión pública recién se enteran de que existe la prisión preventiva a raíz de estos casos de “presos de lujo”, y no se han percatado de que el 40% de nuestros presos (30.400 personas) están privados de su libertad sin condena, es decir, debido a una prisión preventiva.
Nadie, ni los congresistas que hoy parecen preocupados por el tema, alzó su voz para señalar que es un exceso que el ratero de poca monta, la ‘burrier’ o el paquetero del barrio se pasen años presos sin una sentencia que confirme la autoría de su crimen. Por cierto, la discriminación racial y social juega su papel también en este ámbito, generando lo que se llama “etiquetamiento criminal”.
Ya en 1983, el Ilanud (Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y la Justicia Penal) realizó un estudio en la región latinoamericana y del Caribe, que concluyó que aproximadamente el 75% de los presos de esta parte del mundo eran presos sin condena, personas privadas de libertad sin una declaración de certeza sobre su culpabilidad. Treinta y seis años después, la situación ha mejorado algo, pero sigue siendo alarmante.
Esta lacerante realidad implica que el encarcelamiento preventivo constituye más una regla que una excepción, lo que resulta intolerable si se tiene en consideración la alta tasa de error judicial, arbitrariedad y selectividad que caracterizan un sistema penal orientado, como ha demostrado la criminología crítica, a criminalizar a los más pobres y marginados de la sociedad.
Por ello, Alberto Binder, uno de los íconos del derecho procesal penal en América Latina, afirma que “la prisión preventiva es la institución maldita del derecho procesal” y aboga por su desaparición, señalando que mientras no seamos capaces de construir una mejor alternativa, al menos seamos intolerantes con ella.
No se puede negar que el ciudadano común, aquel que forma lo que llamamos la opinión pública, cuando se entera de la existencia de un delito grave, más aun si genera alarma social, exige sangre, es decir, que los responsables se pudran en la cárcel. No importa si esos “responsables” son culpables o inocentes, no se quiere un juicio –que demora mucho y es engorroso–, se demanda una “justicia” expeditiva, contundente, ejemplificadora.
La justicia, que debería ser ciega, pero ciertamente no es sorda, escucha a la opinión pública y, por eso, en muchísimos casos, ha convertido la prisión preventiva en una condena anticipada. Dice algo así como: “Si igual te voy a condenar (lo que revela un horroroso prejuicio), mientras tanto te voy castigando de una vez”.
¿Cómo se concilia el abuso y distorsión de la prisión preventiva con la absoluta necesidad de evitar la impunidad de los verdaderos culpables de delitos graves?
La prisión preventiva parece ser un mal necesario en estos tiempos, pero la única manera de no convertirla en un mal peor que la enfermedad, es restringiéndola al máximo posible. Para ello, la ley, la doctrina y la jurisprudencia han desarrollado una serie de criterios, que de ser aplicados correctamente, reducirían su efecto pernicioso: absoluta necesidad (último recurso) para evitar la fuga o el entorpecimiento del proceso, proporcionalidad, provisionalidad y subsidiariedad. Estos criterios han sido ratificados por el Tribunal Constitucional y diversas ejecutorias de la Corte Suprema, entre ellas, la reciente Casación 1445-2018.
Por ello llama la atención que algunos operadores del derecho hayan salido a criticar la casación mencionada afirmando que es un golpe a la lucha contra la corrupción. No hay que confundir la indispensable política anticorrupción, que debe ser severa e implacable, sin distinción de ningún tipo –nadie puede estar por encima de la ley–, con el abuso y la arbitrariedad.
Por eso, exigimos que jueces y fiscales, especialmente los del sistema anticorrupción, precisamente para no deslucir el excelente trabajo que vienen realizando, sean muy cuidadosos en esta materia, a la vez que enérgicos e inflexibles para perseguir el delito y castigar a los responsables, caiga quien caiga.