Patricia del Río

Cuando leo a la filóloga española me quedo siempre satisfecha, con la absoluta convicción de que invertí mi tiempo en algo que me alegra el alma y no me la adormece como los videítos de Tik Tok. Hay estímulos que estupidizan como una lobotomía que nos condena a no pensar y hay otros que nos distraen para luego devolvernos al día a día con el espíritu compuesto, la mirada enfocada.

Dos lecturas, sin embargo, me han despertado, además de admiración, una profunda envidia. Y no me atrevo a decir sana, porque no hay nada muy saludable en que nos invadan la tristeza o la furia cuando alguien tiene lo que nosotros no. La primera razón de mi animosidad fue “El infinito en un junco”, ese ensayo que ha cautivado a eruditos, lectores habituales y no tanto, que encontraron en la historia del nacimiento y desarrollo del libro (sí, de eso se trata) una explicación de quiénes somos, en qué tipo de civilización nos hemos convertido. Lo que daría por ser capaz de escribir algo remotamente tan lúcido y entretenido.

La otra lectura que me dio unos tremendos celos fue la de las circunstancias en las que fue escrito este libro. Cuando Irene Vallejo se convirtió en madre, pasó por un trance que nadie quiere imaginar: su bebe nació con una condición médica que no le permitía respirar. Su vida estaba en riesgo y los jóvenes padres cambiaron drásticamente su rutina y se mudaron al Hospital Infantil de Zaragoza. Ahí pasaron noches en vela esperando que sus pulmones funcionaran, ahí vieron a cientos de personas esforzándose para sacar a esa criaturita adelante. Y lo lograron. La consecuencia más hermosa de esta experiencia fue la recuperación del niño; la más sorprendente, la escritura de “El infinito en un junco”. Ha contado Vallejo que para paliar la ansiedad se puso a escribir una historia sobre el libro, que tenía atracada hacía muchos años. Escribió cuadernos enteros a mano mientras esperaba noticias esperanzadoras. Las escribió en sus desvelos, cuando el sueño salía disparado para que se alojara la angustia.

Sería insensato decir que “El infinito en un junco” existe gracias a la enfermedad del hijo de la escritora. Ningún padre se atrevería a encontrarle beneficio alguno a un padecimiento semejante. Lo que sostiene Irene Vallejo es que, gracias a la sanidad pública, su niño está vivo y ella es un ser libre. Fue la atención esmerada y gratuita, en ambientes bien equipados, la que la libró del terror de verlo crecer soportando una enfermedad y la salvó de tomar varios trabajos para pagar la enorme deuda que el carísimo tratamiento le hubiera dejado.

Escribe Vallejo, en un bello texto en el que se da el lujo de citar el mito según el cual Tetis zambulló a su hijo Aquiles en una laguna para hacerlo inmortal, que por más esfuerzos que hagamos, no podemos mantener siempre a nuestros hijos a salvo y que por eso la pública es indispensable: “Gracias a este empeño común, al sueño imposible de una sociedad generosa, la salud no es patrimonio de héroes ni semidioses. Por primera vez en nuestra historia milenaria, esta esperanza es colectiva. La enfermedad y el miedo nos siguen acompañando, pero aquí nadie está excluido de la protección”.

Basta ver las cifras sobre el dengue para darnos cuenta de que hemos reducido el tema de la salud a un discurso inhumano de recursos económicos. Basta ver con espanto cómo grupos extremistas agreden a los familiares de los muertos en los enfrentamientos con las fuerzas del orden, para constatar qué perdido de vista está eso que se encuentra en la base de toda sociedad decente: la convicción de que nadie debe quedar desprotegido. Estamos tan lejos de plantear discusiones fundamentales en términos solidarios, que a veces provoca zambullirse en un video sobre gatitos para que la envidia y la frustración no terminen por devorarnos.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Patricia del Río es periodista

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