No fue precisamente poner el hombro lo que Vizcarra hizo, sino más bien anteponerlo. (Ilustración: Víctor Aguilar)
No fue precisamente poner el hombro lo que Vizcarra hizo, sino más bien anteponerlo. (Ilustración: Víctor Aguilar)
Mario Ghibellini

Poco antes de morir, dice una creencia popular, vemos pasar delante de nuestros ojos la vida que hemos vivido como una película en cámara rápida. Si eso es así, los resultados electorales que estamos conociendo esta semana (que constituyen una especie de antesala de la muerte) tendrían que ponernos a los peruanos en un trance parecido y permitirnos averiguar en qué momento caímos en esta pesadilla. La verdad, no obstante, es que eso es imposible, porque la cadena de vilezas y despropósitos que nos ha conducido hasta aquí hunde sus raíces en la noche de los tiempos y la película terminaría siendo muy larga. Desde que supimos quiénes serían los candidatos que competirían en la primera vuelta, por ejemplo, supimos también que no había forma de que este proceso tuviese un desenlace afortunado. Y aun antes de eso, la pandemia anunciaba una campaña plena de promesas mentirosas, solo comparables a los remedios igualmente falsos y supurantes de ignorancia que emanaban – y siguen emanando– del penoso actual… que hace un año tomó el lugar de otro que ya era vergonzoso; y esto podría continuar así hasta el infinito. No conviene olvidar, sin embargo, que toda producción cinematográfica tiene actores principales y secundarios. Y si nos propusiéramos identificar al protagonista del drama que nos envuelve en estos días, la operación, para ser sinceros, no resultaría tan difícil.

–Anteponer el hombro –

Cuando uno reflexiona sobre la perfecta combinación de crisis de salud y desmadre político que estamos viviendo, la identidad del gran responsable de tanta miseria aflora, en efecto, de manera espontánea. Nos referimos, por supuesto, al expresidente

Disolver con un argumento espurio –la supuesta “denegación fáctica” de la confianza a un gabinete– el pésimo Parlamento anterior para convocar a elecciones complementarias bajo reglas que aseguraban que el siguiente fuese aún peor fue, a nuestro modo de ver, lo que desató el certamen de menesterosos al que estamos asistiendo. Y empujarnos a una cuarentena contra el que lo único que logró frenar en seco fue la economía del país fue sin duda el acto de gobierno más incompetente del que hayamos tenido noticia desde el primer alanismo. La preferencia absurda por las pruebas rápidas frente a las moleculares, la inmovilidad oficial ante la necesidad de hacerles un seguimiento a los contagiados para limitar la propagación del virus, la desidia para acoger los donativos de oxígeno ofrecidos por el sector privado mientras la gente moría por la falta de eso mismo y la incapacidad de cerrar un solo contrato de vacunas con algún laboratorio internacional a pesar de que en público se proclamaba la inminente llegada de dosis navegables del antídoto conformaron un rosario de canalladas difíciles de superar. Vizcarra, sin embargo, no se amilanó ante el reto e ideó una última incursión en la bellaquería: forzar su fuera del ensayo de Sinopharm y antes de miles de otros peruanos que corrían más riesgo que él. No fue, pues, precisamente poner el hombro lo que él hizo, sino más bien anteponerlo. Y de paso coló en la lista de los irregularmente beneficiados a su esposa y también a su hermano.

Si creyó, sin embargo, que después de vacunarse sería más invulnerable que nunca, se equivocó de plano, porque fue a partir de ese desborde de poder tan grueso y repelente que el viento empezó a soplarle en contra. Los antiguos fantasmas de su gestión como gobernador regional de Moquegua y los más recientes de sus favorecimientos a con contratos en el Estado lo acorralaron de modo tal que el Congreso de los “gremlins”, cuya elección él tan esmeradamente había auspiciado, decidió vacarlo sumariamente. Y meses después, cuando finalmente se destapó el , iniciar el breve camino que, por la vía de una acusación constitucional, ha conducido a su inhabilitación política por diez años.

No carece de ironía, por cierto, el hecho de que, entre las razones que el informe acusador presentó para proceder con la medida, se cuente una que dice que “el denunciado, fácticamente, sí tenía el poder de disponer sobre las vacunas”. Pero la mayor ironía de todas, desde luego, es que por el feo asunto de la vacuna, hayamos terminado todos vacunados por tanto tiempo contra Vizcarra. Un vuelco de tortilla que, en medio de tanta calamidad, tiene algo de consuelo.

–Por saltarse la cola –

Animado por la circunstancia de que más de 160 mil incautos votaron el domingo por él a pesar de todas las evidencias que lo muestran tal cual es, el expresidente decidió en los últimos días ofrecer resistencia y, convertido en un Alarcón más, ensayó maniobras dilatorias que no encontraron eco en el Congreso. Damos por descontado, desde luego, que continuará buscando resquicios legales que le permitan sostener que se ha violado el debido proceso y aferrarse por unos instantes a la última hilacha de poder que le queda. Pero no importa; mucho más temprano que tarde este asunto estará finiquitado y entonces alguien recordará como por descuido esas coplas que dicen: “Estaba pasando piola/un lagarto que es de espanto/ y por saltarse la cola/ se la terminó pisando”. Se va el caimán, se va el caimán…