Lima, 18 de octubre de 1746. El más fatal de los terremotos que hayamos vivido sacudió mucho más que tierra. Nuevas formas de interpretar la existencia del hombre surgieron entre los escombros de la capital de un Virreinato que no estaba más bajo el control de los habsburgos y era escenario de las reformas impuestas por los monarcas borbones que gobernaban España desde hacía poco más de cuarenta años. España y Francia estaban ligados por un vínculo de sangre que haría fluir hacia las colonias un nuevo proyecto de cambios.
Contribuyeron los franceses en la corona española a transmitir nuevos modelos estéticos, nuevas costumbres y una filosofía que rompería con los viejos conceptos centrados en la fe, la belleza, el pudor y la nobleza. Pugnaba el pasado por resistir frente a los aportes de una Ilustración que marcaba el pensamiento y la vida mundana del limeño. Llegaron durante el siglo XVIII los primeros expedicionarios franceses como La Condamine, quien descubrió el caucho y la quinina como remedio de la malaria. Otros le siguieron.
En medio de estos tiempos, octubre se revelaba como mes de temblores. Así concluía Pierre Bouguer, astrónomo, hidrólogo y matemático francés que llegó con la expedición de La Condamine y observó que existía una correlación entre los meses del año y la ocurrencia de terremotos en Lima. Incluso Voltaire y Rousseau se ocuparon del dilema entre los designios divinos, la naturaleza y los actos del hombre. Rousseau opinaba que era él el arquitecto de ciudades abigarradas con edificios que colapsaban aplastando a sus ocupantes y provocando numerosas pérdidas. Era el hombre responsable, mucho más que Dios.
Lima era una capital afrancesada, de vida de salón en los que se bailaba el minué. Los recintos cerrados reemplazaban a los espacios abiertos y hasta los jardines eran domesticados por la mano del hombre, dando un aire versallesco al antiguo verdor indómito que proponía el pasado. El Paseo de Aguas, el Palacio de Torre Tagle, la Alameda de los Descalzos y la Quinta de Presa así lo reflejan.
Si bien la importancia del Virreinato del Perú, traducida en el monopolio comercial y político, había sido mermada a partir de los borbones, quienes crearon los nuevos virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada, el afrancesamiento, con sus signos de boato excesivo, había rediseñado todas las esferas de la vida cotidiana. Incluso se acusó a las mujeres limeñas de desencadenar la ira de Dios, pues la vanidad e impudicia que mostraban con sus escandalosos vestidos, además de la lujuria, la codicia y la usura en que habían caído los limeños, habían provocado el fatídico terremoto que arrasó con todo. Al menos esos eran los argumentos de corte religioso en una época en que las mujeres ya no escondían sus tobillos, lucían sus pequeños y delicados pies en zapatos de hebilla de diamantes, y vestían profusos escotes y mangas más cortas que beneficiaban el uso de gargantillas, recargados collares y brazaletes.
Tembló la tierra en mitad de un siglo-bisagra entre la Edad Moderna y la Contemporánea, un siglo que redefine Lima, el Perú y el mundo, un siglo en que la razón empieza a prevalecer sobre la superstición, el siglo de la máquina a vapor, la Enciclopedia, la Independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa, y el entrañable Mercurio Peruano.