Imagine usted que llega dubitativo a una tienda. Sabe que tiene una necesidad apremiante y posee una idea vaga del producto que requiere para satisfacerla, pero no está completamente seguro aún de comprar el que venden en esa tienda. La persona que atiende sale a su encuentro y usted, para terminar de convencerse, le pide que le dé razones por las que no debería salir de la tienda sin haber adquirido el producto.
“Vea usted”, le dice el tendero, “nuestro producto no funciona muy bien, la mayoría de veces deja insatisfecho al comprador, pero lo que sí le puedo decir es que, siendo malo, todos los productos competidores son mucho peores”.
¿Qué se está “comprando”, figurativamente hablando, en la situación que les acabo de describir? Pues la democracia.
Muchos nos hemos habituado a pensar que nuestro compromiso con la democracia es como el del consumidor obligado a suscribir un contrato forzoso en virtud del que le entregan siempre un producto defectuoso, pero que no tiene más remedio. Mal que bien, compramos el producto porque no hay alternativas razonables, porque cualquier otra cosa sería peor.
Pero si nos piden que defendamos con entusiasmo esa decisión de compra, como si en efecto lo fuera, pues nos costaría mucho encontrar argumentos convincentes. Los pocos que hallaríamos estarían más relacionados con lo que el producto ofrece en la teoría, pero que muy pocas veces da en la práctica. Difícil convencer cuando los que supuestamente son tus principales atributos de cara al consumidor solo aparecen en el papel.
Ahora, fíjense cómo estamos teniendo este problema no solo aquí, sino en muchas partes del mundo. Quizás porque pensamos que la democracia, como idea, se vendería sola, que se convertiría sin fricción alguna y de manera permanente en la opción por defecto, perdimos la capacidad de articular las razones de por qué es una mejor alternativa que cualquier otra, de decir sobre ella algo que encandile en lugar de solo vituperar al resto.
Y, a medida que eso iba ocurriendo, asumimos también, ingenuamente, que siempre sería obvio para cualquier persona por qué las alternativas son peores. No advertimos, por ejemplo, que el principal acontecimiento económico del último siglo, vale decir, el que hayan salido cientos de millones de ciudadanos chinos de la pobreza, fue algo que se logró, no gracias a la democracia, sino en ausencia de esta. Que han aparecido en los últimos tiempos sistemas capitalistas autoritarios que ya ni siquiera están dispuestos a fingir que son democráticos y a los que no necesariamente les va mal.
Mientras tanto, nosotros hemos permitido que nuestras democracias se vuelvan escleróticas, que se desconecten de los intereses de los ciudadanos, que se (auto)destruyan los partidos políticos para ser reemplazados muchas veces por mafias, que se incumplan sistemáticamente las promesas que hacen las constituciones, que se esfume cualquier ideal republicano de igualdad de derechos.
Y ahora que vemos resurgir al populismo demagógico, que vemos a los partidos extremándose cada vez más, que la gente se pregunta en serio si no estaríamos mejor cerrando el Congreso, si tal vez algunos golpes de Estado pueden ser buenos dependiendo de quién los perpetra, nos vemos en la necesidad de decirle a nuestros conciudadanos que tienen que seguir “comprando” democracia, pero nos hemos quedado sin argumentos de venta.
Quizá algunos sientan consuelo en la idea de que la política y la economía van por cuerdas separadas. Que la gente se puede desencantar de la democracia, pero que necesita que la economía siga marchando como de costumbre para no complicarse la vida. La política es algo lejano, pero la economía es el día a día.
No advierten que lo mismo que acabo de decir respecto de la democracia aplica para la economía de mercado. ¿Cómo se vende el producto o la idea de “economía social de mercado” que consagra nuestra Constitución? ¿Basta decir que todas las alternativas son peores para que las grandes mayorías salgan a defenderla con fervor?
Las cosas más importantes en la vida son las que uno nunca debe dar por sentado, sobre todo cuando son tan frágiles, cuando es tan fácil perderlas. Cuando, como la democracia, nos están dando una y otra vez señales inocultables de disfuncionalidad, y nosotros preferimos mirar para otro lado porque asumimos que ser “la menos mala de las opciones” es suficiente razón para que todos accedan, entusiastas, a preservarlas.
Pero nada nos asegura que la democracia siga siendo la opción por defecto para la mayoría de ciudadanos. Nos acercamos peligrosamente a que deje de serlo, si no ha ocurrido eso ya.