(Ilustración: Jhafet Pianchachi / El Comercio)
(Ilustración: Jhafet Pianchachi / El Comercio)

Si hay algo que rechaza la ciudadanía de manera tajante y hasta visceral es al Congreso como institución y a los congresistas como representantes. En el extremo, algunos quisieran que se cierre el Parlamento y creen que el número de congresistas nunca debería aumentar. La realidad es, ciertamente, más compleja.

El número de parlamentarios de un país es una construcción histórica y está en la base misma de la democracia representativa. En todos los países democráticos los parlamentos han crecido en número, conforme su población crecía. La proporción y aceleración de este fenómeno varió, pero no dejó de tener esa dirección. Es clara, pues, la relación entre electores y representantes. El Perú guardaba esta relación, como el resto de países, hasta 1992.

Sin embargo, la Constitución de 1993 modificó sustantivamente la representación parlamentaria. Sin ningún argumento técnico e institucional se cercenó el Congreso, con el aplauso de una ciudadanía que aceptaba todo lo que sea necesario con tal de que la saquen de la crisis y el descalabro económico y social que sufría. Fue parte de la demagogia y quimera del régimen de los noventa. De esta manera, el Congreso Nacional que tenía 240 congresistas: 180 diputados y 60 senadores, que representaba a 12 millones de electores, se pasó a uno de la mitad de tamaño, equivalente al Congreso peruano de mediados del siglo XIX.

A nivel internacional, el tamaño del Parlamento peruano pasó a ser solo comparable con el de otros países pequeños en el mundo como Eslovenia, Burkina Faso, Uruguay, Honduras o Líbano. La diferencia es que, además de tener un número de representantes igual al nuestro, la población electoral sumada de todos estos países, es de 20 millones. Inferior, como se observa, a los 23 millones que tenemos nosotros. El Perú, con ese número de electores tiene 130 congresistas. Pero Tanzania e Iraq, con igual número de electores, tienen 366 y 329 representantes en el Parlamento, respectivamente.

De otro lado, el Perú, siendo el quinto país en tamaño poblacional y electoral de América Latina, es el decimocuarto cuando se observa el número de su representación parlamentaria. Si bien no existe un número de electores por un número fijo de parlamentarios, es también cierto que no puede existir una desproporcionalidad tan grande como en el caso peruano. En América Latina, por citar solo algunos ejemplos, Bolivia tiene un parlamentario por cada 36.626 electores, Paraguay por cada 33.392, Uruguay por cada 20.316, Ecuador por cada 93.553 y Chile por cada 88.020.

En 1980, en el Perú, un parlamentario representaba a 26.963 electores. Una década después, en 1990, la relación creció a un parlamentario por cada 41.718 electores. Sin embargo, en 1995, debido a los cambios producidos bajo la Constitución de 1993, la relación aumentó considerablemente a un parlamentario por cada 102.537 electores. Ahora, la relación es de uno por cada 179.908 electores. Paradójicamente, el Perú tiene actualmente un número de parlamentarios equivalente a nuestro Parlamento de 1857.

Estamos, pues, delante de un país subrepresentado. Ciertamente, proponer el aumento del número de parlamentarios, pese a estas cifras contundentes, choca con el argumento de que no se quiere “más de lo mismo”. Argumento entendible, pero no necesariamente atendible si se quiere mejorar la representación. Si bien el número por sí solo no garantiza mejor calidad, la calidad es imposible de conseguir con un número tan bajo de representantes. Un centro de salud no podrá ser mínimamente atendido si los médicos tienen el cuádruple de pacientes que les es posible atender. En la democracia representativa opera la misma lógica.

* El autor es presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.