Cuando ocurre un terremoto, el enemigo es la naturaleza. Cuando un huaico arrasa un pueblo, la culpa es de la desidia de las autoridades. Cuando entramos en guerra, al que hay que detestar es al extranjero. Cuando luchamos contra una pandemia, ¿a quién le tememos? ¿De quién tenemos que protegernos?
La respuesta es horrenda: no es el virus, como racionalmente queremos creer. El enemigo es el otro, el que te puede contagiar: tu vecino, la señora que saca al perro todos los días, los que copan los mercados, los que caminan tratando de llegar a casa, los que salen a vender lo que pueden sin respetar la cuarentena… Por eso empezamos a limitar nuestra capacidad de comprensión, nuestra empatía. Y no le preguntamos a ese señor que está tirado en la calle qué necesita, nos cruzamos a la vereda del frente para que no nos pegue su peste. Y nos gana el egoísmo y compramos mascarillas KN95 y otras de uso exclusivo de los médicos, sin importarnos que son escasísimas, y alimentamos un mercado negro que deja desprotegido al personal de salud.
Los primeros días, las redes se llenaron de mensajes positivos, de “juntos podemos”, “este virus lo vencemos todos”, pero conforme la cuarentena se convirtió en cincuentena y tal vez en sesentena, la solidaridad se fue por un tubo, la empatía salió de vacaciones y llegaron para quedarse la desconfianza y la sinrazón.
Esta semana murieron en un motín del penal Castro Castro nueve reos. Nueve personas cuyas vidas estaban en manos del Estado. Nueve personas que no tenían la capacidad de mantener distanciamiento social, de recibir atención médica. Murieron nueve personas y se publicó en un comunicado inaceptable del Ministerio de Justicia sus nombres al lado del delito por el que habían estado presas, sugiriendo macabramente que se lo merecían.
Y de pronto, lo que en otras circunstancias hubiera sido un escándalo pasó piola. Y los otrora críticos de la masacre del Frontón se quedaron callados. O lo que es peor, aplaudieron. Y pidieron furiosos que no se descongestionaran las cárceles, que se murieran los delincuentes todos de una vez, que el Gobierno los aplastase en lugar de atenderlos.
Las explicaciones claras sobre lo que pasó, que el presidente Vizcarra no dé hoy, las tendrá que responder en algún momento de su vida. Y no porque se las pidan sus enemigos, especialistas en colgarse de cualquier cosa para chancar al presidente. Se las pedirá la historia, que nunca guarda por mucho tiempo los muertos debajo de la alfombra.
Pero sobre el comportamiento mezquino, horrendo, de hombres y mujeres que se vanagloriaban de defender los derechos humanos y que hoy aplauden la muerte, nadie pedirá cuentas o explicaciones. Sus palabras quedarán ahí colgadas en las redes sociales como el grafiti de un loco que pide la destrucción del otro para asegurar su sobrevivencia.
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